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lunes, 7 de agosto de 2017

I love Dick me o la revolución del deseo



Creo que empecé a masturbarme con doce años, un poco antes de mi primera regla. Sin haber cumplido los once años ya tenía los pechos completamente desarrollados, casi los mismos que ahora (no exactamente porque la maternidad no ha pasado inadvertida por ellos) y mi mata de vello púbico ya había brotado en todo su esplendor. Fue la conciencia de los cambios de mi cuerpo lo que despertó en mí el deseo sexual. No podía dejar de mirar y tocar mis tetas ni de atusar la hermosa barba que me había crecido entre las piernas. Ansiaba que llegase el momento de ducharme para tener la coartada perfecta para desnudarme y frotarme todo el cuerpo sin remordimientos. 


Fue una noche como otra cualquiera antes de dormir cuando por fin me atreví a tocarme por primera vez bajo las mantas. Quería saber qué se sentía, pero no fui más allá de “reconocer el terreno”. Recuerdo que estuve meses simplemente hurgando entre mis labios vaginales antes de quedarme dormida, disfrutando de una sensación agradable, pero con miedo de ir más allá, de tocar una tecla que desatase algo irreversible o de mover una pieza que estropease todo mi engranaje genital. Me asustaba estar haciendo algo malo, ser una pervertida o una rara, y me asustaba todavía más hacerme daño. Tenía la firme convicción de que si se me iba la mano demasiado, acabaría provocándome a mí misma un dolor horrible. Pero finalmente llegó el día en que los dedos ganaron a “la razón”, y me corrí por primera vez casi por sorpresa. Yo había sido una niña muy miedosa, me aterraba la oscuridad, y había atesorado unos cuantos rituales maniáticos para tranquilizarme antes de irme a la cama. El orgasmo me liberó de todos ellos, podéis creerme.


No recuerdo en qué solía pensar cuando aquella nueva costumbre pasó a ser masturbación, pero no tenía fantasías sexuales. Por aquella época me “ponía” Vegeta de Dragon Ball, Jake el malote de California Dreams, el hoyuelo de la barbilla de Dany Zuco y de la de Pep Guardiola, el baile sucio de Patrick Swayze y el repetidor de turno de mi clase. Pero no me imaginaba ni por asomo teniendo sexo con ninguno de ellos. Ver y acariciar mi cuerpo, escuchar mis propios gemidos me bastaba. No se me pasaba por la cabeza ningún hombre ni ninguna otra persona. Mi deseo era sólo mío, era más bien autoexploración y autoconocimiento, una forma de cuidarme y regalarme placer y relajación al final del día. 


Mirando hacia atrás me doy cuenta de que la preadolescente que fui estaba más empoderada que las siguientes versiones de mí misma que la sucedieron. A partir del primer enamoramiento aquella autonomía sexual fue interrumpida y mi deseo empezó a situarse fuera de mí y a depender de ser deseada por otros. Cuando llegó el primer “novio” serio masturbarme se convirtió en una traición. ¿Acaso no te gusta cómo te lo hago yo? ¿Es que piensas en otro? ¿No ha sido suficiente? 


Tranquis, no he decidido escribir una autobiografía erótica, afortunadamente no soy Henry Miller y desafortunadamente no tengo el talento de Marguerite Duras. Esta regresión a mi primer contacto con mi sexualidad viene provocada por “I love Dick”, la nueva serie para Amazon de Jill Soloway, guionista y productora conocida por “Transparent”, serie con la que ya había apuntado la ruptura de los roles patriarcales de la ficción televisiva como declaración de intenciones. Esa intención se cumple con creces en esta nueva historia, que adapta la novela homónima de la escritora Chris Kraus. 


La protagonista es la propia Chris, una directora de cine independiente que acompaña a su marido a una comunidad de artistas en Texas, en la que está becado para escribir un ensayo de investigación sobre el Holocausto. Esa institución está dirigida por el Dick del título, un escultor y profesor de arte híbrido entre cowboy lacónico al más puro estilo de Clint Eastwood y artista posmoderno, que enseguida se convertirá en el oscuro objeto de deseo de Chris y destinatario de arrebatadas e incendiarias cartas que ella comienza a escribirle compulsivamente.

Katryn Hahn interpreta magistralmente a Chris Kraus, protagonista de "I love Dick"



La odisea epistolar de Chris Kraus se desata tras una cena junto a su marido y el susodicho Dick. Los tres comían conejo mientras respiraban la misoginia que Dick rezumaba por sus poros (Sí, Dick es un nombre descriptivo y literal, por algo significa “polla” e “imbécil” en inglés). Los dos hombres conversan sobre la mujer como si ella no estuviese presente. Esa cita a tres bandas acaba abruptamente, cuando Dick le espeta a Chris que si no ha tenido éxito como directora de cine es porque no lo desea realmente con convicción, y que por esa misma razón no existen directoras capaces de hacer buen cine. El suelo desaparece bajo los pies de ella en ese momento, y aunque acierta a citar a grandes directoras como Jane Campion a modo de réplica, acaba abandonando la mesa presa de la rabia. Pero el desprecio de ese cretino machista además de hacerle echar espumarajos por la boca también le ha hecho echarlos por el coño.  


Cuando vuelve a casa con su marido, esa misma noche se despierta con la necesidad imperiosa de escribir. Del insomnio surge la primera de un aluvión de cartas que, sin siquiera saberlo, se convierten en la venganza y refutación perfecta contra la falacia argumental de su némesis artística masculina. De un plumazo, o más bien de un tecleo, y sin más vehículo que ese deseo ferviente que Dick le había recriminado que le faltaba, lo convierte a él en musa de su obra maestra de arte. Quiera o no él funciona como su fetiche, el motor de su deseo y de su creación artística, el objeto que la convertirá en sujeto creador. Gracias a que él le negó la capacidad de la autoría, ella se lanzó febrilmente y sin complejos a atreverse a ser autora. 


Por eso esta serie es revolucionaria, como lo fue la novela publicada en los 90 en la que se basa, porque, además de subvertir el rol patriarcal de hombre-autor y mujer-musa, pone en primer plano el deseo de una mujer, no sólo como vía de autoafirmación sexual y personal, sino como fuente de creación artística. Retrata a una mujer como sujeto deseante y dueña absoluta de ese deseo, y no objeto deseado, como así ha sido mayoritariamente a lo largo de la historia de todas las representaciones artísticas, desde la primera mitología hasta la ficción audiovisual actual.


“Estoy en una misión, la de destruir los muros que rodean mi deseo”, escribe la autora. Esos muros se derrumban cuando hace públicas las cartas, que cuelga por todo el pueblo para que cualquier viandante pueda leerlas. Ahí es cuando Dick la acusa oficialmente de padecer un trastorno mental. Cómo no, una mujer que manifiesta su deseo sexual libre y públicamente tiene por fuerza que estar loca. Sólo ellos tienen legitimidad para hablar en voz alta de lo dura que se la pone una mujer, para pintar cuadros y esculpir desnudas a las beldades con las que mantienen relaciones sexuales, para dedicar epístolas y poemas con afán de conquista y cantar serenatas bajo nuestros balcones.


Es en ese momento en el que traspasa la barrera de la intimidad en el que ese deseo se convierte tanto en deseo puro como en obra de arte. Es un deseo independizado de la necesidad impuesta de agradar, al que no le importa la opinión ajena ni busca reciprocidad. A ella ya no le importa lo que él piense de ella, ni lo que puedan pensar los demás. Su deseo y su sexualidad han alcanzado la autodeterminación.


“I love Dick” roza la perfección en su capítulo cinco, una sucesión de “flashbacks” a la infancia y primera adolescencia de todos los personajes femeninos de la serie, en los que cada una cuenta cómo descubrió el deseo sexual, tal como yo os lo acabo de contar. Todas tenían ensoñaciones propias que nada tenían que ver con las relaciones sentimentales, los mitos del amor romántico o las representaciones normativas de la sexualidad. Todas tenían un deseo libre y subjetivo, que a medida que se iba amoldando a la socialización adulta, se iba convirtiendo en un deseo dependiente de la aprobación tanto masculina como social. Eso se refleja muy bien en la historia de la propia Chris, que cuando en la universidad comienza su primera relación con un chico (“por fin alguien a quien deseaba me deseaba a mí también”), pierde el estado salvaje y natural de su sexualidad, que pasa a tener el centro de rotación en el otro: “Yo quería saber qué partes de mí le parecían bonitas. Él decía: tus labios, tus ojos, tu pelo… Mientras le escuchaba enumerar, mi mente comenzaba a fijarse en las partes que no eran mencionadas: mi nariz, mi vello público, mis tetas…” ¿Os suena de algo?


Es la ideología patriarcal que nos niega como sujetos válidos en sí mismos y que nos supone complementos de la subjetividad masculina, esa que define a las mujeres como esencialmente altruistas, al servicio de los demás por naturaleza, la que nos niega una sexualidad propia e independiente del hombre. Nuestra misión es excitarles, agradarles y satisfacerles. Es ese mismo discurso el que celebra el deseo masculino y silencia el femenino, el que demoniza la masturbación y el autoplacer o la limita a un “consuelo” o sustitutivo en ausencia de un amante (no en vano se ha llamado coloquialmente “consoladores” a los vibradores y otros artilugios masturbatorios). El deseo y la masturbación masculina se sobrerrepresenta en la vida real y en la ficción (en el cine se ha hablado siempre abiertamente de pajas, también y sobre todo en las películas “generacionales” o para adolescentes), mientras que la femenina ha sido históricamente censurada y negada en mayor o menor medida (con extremos como la ablación) y actualmente sigue siendo infrarrepresentada e incluso tabú.


Citando a Mary Wollstonecraft, “yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”, precisamente porque lo que ha otorgado todo el poder público a los hombres es la ausencia de poder de la mujer sobre sí misma. No es una cuestión de placer privado, es una cuestión política. Ese negar la existencia de nuestro yo, ese invalidar nuestra autonomía desde el ámbito más íntimo y personal, es la “piedra rosetta” para negarnos la capacidad de proyección sociopolítica. Sin autonomía ni autosuficiencia sobre nuestro cuerpo, nuestra sexualidad, nuestro placer, nuestro bienestar, nuestras decisiones vitales; no es posible que accedamos ni a la autoría ni a la autoridad. Tal como se pregunta la protagonista de “I love Dick”: “¿cómo va a haber buenas directoras de cine si hemos sido criadas para ser invisibles?”. Así es como se nos impide y dificulta el acceso a la creación y a la participación en el poder: si no somos sujetos, si sólo somos objetos que posan y sirven de inspiración, ¿cómo vamos a cumplir papeles que dependen de la subjetividad, como el de un artista o un líder?


Dando la vuelta a los roles tradicionalmente masculino y femenino esta serie también sirve como método de denuncia. El deseo masculino ha sido jaleado hasta la permisividad absoluta con el acoso y la violación, que forman parte de nuestro acervo cultural y lo impregnan todo. Al igual que Dick, puede que la mayoría de los espectadores hombres hayan podido experimentar y comprender qué se siente al ser utilizado como objeto fuente de creatividad, que entiendan de una vez por todas qué significa “cosificar” y “sexualizar”. Es triste que tenga que sufrirlo un hombre para apelar a su empatía, pero me temo que este es el método más eficaz. BIENVENIDOS A UN PORCENTAJE MÍNIMO DE LA HUMILLACIÓN DIARIA QUE NOS TOCA VIVIR A LAS MUJERES. 


Una de mis frases favoritas de las cartas de Chris de entre las muchas que se citan en la serie es en la que escribe “nací en un mundo que presume que hay algo grotesco e inefable en el deseo femenino. Pero ahora todo lo que quiero es ser indigna, degradarme. Quiero ser una mujer monstruo” (“I want to be a female monster”, no me digáis que no es una frase digna de elevarse a leiv motiv). Y es que “I love Dick” también es un manifiesto contra la mitifación y sacralización de la mujer como santa y víctima, pues esa ideología que nos sitúa supuestamente en un nivel místico y divino es la misma que se utiliza para discriminarnos y esclavizarnos. Es una pena que a estas alturas sea también revolucionario que se nos represente como personas con defectos, capaces de ser depredadoras y narcisistas, y no sólo como símbolos de una perfección dictada por el patriarcado.


En ese sentido “I love Dick” no está sóla en el panorama televisivo, y es un alivio. Creo que ya ha pasado el tiempo suficiente para que se pueda celebrar bien alto (y cruzo los dedos para que no se chafe) que una nueva ola de ficción feminista (en el sentido de ficción creada por mujeres y que nos representa de forma realista y equitativa, con tramas propias que parten de ellas y en las que no somos meros adornos o comparsa masculina) llena de antiheroínas (A.K.A. personajes femeninos realistas y verosímiles) ha llegado para quedarse. Desde que en 2009 comenzó a emitirse "Miranda", la comedia británica escrita y protagonizada por la cómica Miranda Hart, se abrió la espita. Sí, aunque parece que Lena Dunham con "Girls" fue la feminista pionera de la televisión posmoderna, es justo reconocer que unos cuantos años antes ya había sido estrenada con gran éxito una serie sobre la vida de una mujer con físico no normativo (una chica de 35 años que mide 1'85, miope, grandota, desgarbada, fea y agorafóbica) y que desafiaba los esquemas patriarcales del guión corriente. Como la propia Miranda Hart dijo, tuvo que escribir su propio “show” porque sabía que ningún productor la iba a llamar jamás para protagonizar alguno. 

Pero también es cierto que el éxito mundial de "Girls" ha contribuído a que las historias escritas y protagonizadas por mujeres con afán realista y desmitificador sean cada vez más: "Orange is the New Black", "My Mad Fat Diary", "Broad City", "Fleabag", "Better Things", "One Mississipi", "Insecure"… son sólo algunos ejemplos. En la pequeña pantalla se ha abierto un espacio más allá de mujeres jóvenes, delgadas, blancas y guapas, heterosexuales y de clase media-alta. Mujeres gordas, bajitas, narigonas, flacas, negras, latinas, calvas, pobres, de barrios marginales o con dificultades económicas y en riesgo de exclusión social; con trastornos mentales y otro tipo de enfermedades silenciadas, mujeres imperfectas, que cometen errores o delitos; también lesbianas, bisexuales o transgénero; mujeres que se masturban, mujeres que no buscan tener una relación en exclusividad y que no sueñan con un príncipe azul; mujeres de ambición desmesurada o que no quieren hacer más que la “o” con un canuto de marihuana. Así es como la degradación de la que hablaba Chris en sus cartas se convierte en un arma de emancipación y autodeterminación: es la idea radical de que las mujeres somos ni más ni menos que seres humanos, con todo lo que ello implica.


Hemos perdido el miedo a la imperfección, a ser retratadas con nuestros defectos y nuestros deseos y necesidades. Reivindicamos nuestro derecho a una porción de egoísmo, de escatología, a nuestra cuota de “slapstick”, de “superheroínas” y “supervillanas”. Si hemos aguantado durante siglos los chistes masculinos de “caca, culo, pedo, pis” de los hombres en “prime time”, que sus fantasías sexuales y delirios megalómanos se eleven a categoría de arte y filosofía universal; es hora de poner en el centro del relato todo lo que se ha invisibilizado de la mujer, sí, también la regla y los hongos vaginales, la cistitis y la menopausia, el cáncer de mama o nuestro despertar sexual, nuestros abortos, nuestras maternidades, nuestras frustraciones, nuestros oficios, nuestros fracasos y nuestras obsesiones. Lo que sea que queramos contar sobre nosotras mismas tiene valor artístico y es digno de ser publicado, así como lo han sido los voluminosos tomos de “En busca del tiempo perdido” en los que Marcel Proust nos contó su vida y sus atribulaciones existenciales o los más recientes del compendio autoficcional algo engreídamente titulado “Mi Lucha” de Karl Ove Knausgard; o en un ámbito más mundano los monólogos autobiográficos de cómicos como Louis C.K. 

Lo que admiramos en ellos no puede ser criticado en nosotras, pues de la cotidianidad y de la experiencia vital de las mujeres también se pueden extraer obras de arte, tanto con la finalidad del entretenimiento como de generar debate y reflexiones filosóficas y de categoría universal. Simple y llanamente porque, quieran o no, somos parte del universo y sujetos activos de la historia de la humanidad. No hay cosmovisión posible que no nos tenga en cuenta. Todo lo que se haga con pretensiones de universalidad dando por sentado que las mujeres no somos personas completas o sujetos autónomos no vale, es una mentira. Es, de hecho, la mentira más grande jamás contada y la prueba de que una repetida hasta la saciedad puede convertirse en la verdad más inamovible. 

Las transiciones con citas de las cartas de Chris Kraus en letra blanca sobre fondo rojo son una de las señas de identidad de esta serie

“Dear Dick: Every letter is a love letter”, dice la protagonista al principio de la serie, y, a pesar de su título, ese “amor” no va dirigido a otro, sino a sí misma. Con esas cartas esta directora frustrada vuelve a recuperar su autoestima pasados los 40 años, vuelve a desear, no a un hombre, si no a desear(se) salvaje y libre. Sí, autoestima es la palabra clave del resto de los "autos" que al contrario de lo que se suele creer, nos llevan a salir del ensimismamiento y de nosotras mismas para decidirnos a trascender públicamente y a dejar nuestra huella, por pequeña que sea, en el curso de la historia. Sin autoestima y autonomía no es posible ni la autoría ni la autoridad. Aprendamos a querernos, disfrutemos de y con nosotras mismas, démonos el valor que nos han quitado y que nos pertenece. Si tomamos el poder en nosotras mismas, nada estará fuera de nuestro alcance. Por eso la masturbación y la vanidad femeninas, que pensemos en satisfacer nuestro deseos y necesidades y no sólo en sacrificarnos por los de los demás, pueden ser revolucionarios. En 2017 nuestro cuerpo sigue siendo el campo de batalla feminista. Seguirán haciendo todo lo posible para que no lo conquistemos, pues si lo hacemos nada nos impedirá conquistar el mundo.


lunes, 27 de febrero de 2017

Zonas grises (aka American Bitch)

Este domingo se ha emitido el que para mí es ya el mejor capítulo de Girls, la serie de Lena Dunham para la HBO. Se llama elocuentemente "American Bitch", y en él Hannah, la protagonista de esta serie coral de mujeres jóvenes, visita en su casa a uno de sus escritores más admirados porque él la ha citado para discutir sobre un artículo que ella ha escrito sobre él, en el cual lo critica por haber usado su posición de éxito social y autoridad académica para aprovecharse sexualmente de sus alumnas universitarias. La conversación entre los dos ocupa casi todo el metraje del capítulo, y el momento que motiva este texto es cuando él insiste en que "el sexo es una zona gris" (entendiendo como "zona gris" un ámbito o una situación ambigua en el que las normas no están claras o bien definidas) y ella le responde exasperada "¡Estoy harta de zonas grises!". En ese momento yo grité por dentro lo mismo que ella: ¡A la mierda las zonas grises! Esa zona de color gris con el que se quiere pintar el tema del consentimiento en las relaciones sexuales es por la que nos cuelan la mayoría de violaciones o agresiones sexuales como "malentendidos". Es la neblina grisácea la que convierte al violador en la víctima de la falta de claridad.

"American Bitch" es el brillante tercer episodio de la sexta temporada de Girls.

En un delito en el que para ser condenado la intención es literalmente lo único que cuenta (no el resultado: UNA PERSONA VIOLADA, ni el hecho en sí mismo: VIOLAR, SÍ, VIOLAR), en el que además de tener que demostrar que el violador te ha violado tienes que demostrar que REALMENTE QUERÍA VIOLARTE; el gris favorece a los agresores porque nos hace creer que es casi imposible diferenciar el sí (blanco) del no (negro),y eso nos lleva a que la mayoría de las violaciones sean vistas como errores que se han cometido sin querer y por lo tanto, a la absolución masiva de violadores. Eso si llegan a ser denunciados, pues por culpa de ese enfermizo concepto de "la zona gris" gran parte de las mujeres que se han sentido violadas o acosadas, o no se atreven a denunciar por considerarlo inútil, o ni si quiera son capaces de dirimir si realmente han sido violadas, llegando a creerse en demasiadas ocasiones que son imaginaciones suyas o culpables de haber provocado esa situación indeseada. Por haches o por bes llegamos siempre a la misma absurda conclusión: POBRECILLO VIOLADOR, NO SABÍA QUE ME ESTABA VIOLANDO.

De ahí que me parezca tan brillante el título del capítulo- también título no oficial de una novela de Philip Roth -: American Bitch. La zorra siempre es ella, la que seduce y tiende su tela de araña en la que cae atrapado el hombre, la que calienta cruelmente para luego retirarse, la que denuncia en falso. Él es siempre el cordero. Esa "American Bitch" bien podría ser Dylan Farrow, que acusó al talentoso Woody Allen de abusar de ella cuando era niña, poniendo en peligro su brillante carrera con esos maliciosos rumores imposibles de demostrar. Así es como la zona gris le jodió la infancia y la vida a la desafortunadamente hija adoptiva de un director de cine aplaudido en todo el mundo (bueno, qué digo, fue él el cabrón que más que presuntamente se la jodió). Que la realidad no nos estropee una impecable filmografía ni el estreno anual de Woody Allen, ¿no?

A lo que iba. La zona gris es un mito. Para empezar, en el mito de la zona gris es el hombre el guardián y dueño del consentimiento femenino. Se le otorga al hombre la tarea (y por lo tanto, el poder) de decidir si la mujer desea o no desea mantener relaciones sexuales con él. Son ellos lo que deben interpretar un código que ellos mismos se han inventado. Si lleva escote o minifalda, es que quiere follar. Si te dirige la palabra, te saluda amablemente o mantiene una conversación contigo, es que quiere follar. Si establece contacto visual, quiere follar. Si acepta una cita contigo, obviamente también quiere follar. Si se ha casado contigo o tiene una relación estable contigo, por supuesto quiere (y debe) follar contigo todos los días de su vida hasta que la muerte os separe. Si te admira profesionalmente no solo quiere follar contigo, también quiere chuparte la polla en agradecimiento. Si ha salido de noche a la calle o ha bebido demasiado, quiera o no, tengo derecho a follármela. En resumen, si no huyes despavorida ante su sola presencia, lo más probable es que el hombre en cuestión interprete que deseas acostarte con él. Y todo ello es porque en el tema sexual nosotras somos entendidas como un objeto pasivo, no un sujeto con voluntad activa que toma decisiones propias. En el mito de la zona gris no hay lugar para que el consentimiento sea activo. Todo vale, sobre todo eso de "no me ha dicho expresamente que NO QUERÍA". Entonces, tampoco te ha dicho expresamente que quería, pero, que más da, estamos en una zona gris. Así es como la confusión, la ausencia de límites definidos, SIEMPRE SIEMPRE beneficia al depredador. Sin el mito de la zona gris, toda relación sexual en la que una de las dos personas no ha expresado clara e inequívocamente su consentimiento sería (ES) una violación. Qué rollo, ¿no? La ética y el respeto mutuo darían al traste con toda la industria del porno, gran parte del cine comercial, una inmensa cantidad de obras literarias consideradas obras maestras donde lo que realmente se están relatando son asquerosos abusos de poder, y con la diversión sexual eminentemente masculina de los sábados noche, entre otros pilares de la cultura patriarcal. El sexo libre (¿para quién?) es un derecho humano. No nos los jodáis con exageraciones, puritanismo y puntillosidad, PESADAS.

La actitud de la actriz que entrega el Oscar a un actor acusado de acoso sexual por compañeras ha ocupado más espacio en medios que las propias denuncias en su momento


Lo más perturbador de todo el asunto de la zona gris es el hecho de que el estereotipo del depredador sexual sea habitualmente un hombre de éxito. El capitán del equipo, el periodista socialmente comprometido, el amantísimo padre de familia, el profesor enrollado, el escritor experimentado, el director de culto, un truhán y un señor algo bohemio y soñador... En definitiva, hombres que pueden echar mano de su influencia o poder no solo para acceder a la carta al sexo femenino y abusar de su posición privilegiada, sino que además esa posición les hace impunes, también gracias al mito de la zona gris que convierte en injusta caza de brujas cualquier acusación. Sí, ellos se erigen en las auténticas brujas de Salem (como hace el protagonista de este capítulo de Girls), por encima de las mujeres quemadas. Nadie quiere ser el que tire la primera piedra, si a la que se lapida no es a una mujer adúltera, claro. Esa zona gris es la que permite que Casey Affleck gane un Oscar habiendo acosado sexualmente a compañeras de profesión, y que se señale más a la actriz Brie Larson por no aplaudir cuando ha tenido que entregarle el premio. Otra vez la zorra se come al cordero. Y mientras, lo que el lobo feroz hace en el bosque, allí se queda, en la zona gris que hay entre los árboles.