sábado, 22 de julio de 2017

La figurita perfecta



Ayer amanecíamos sorprendidos por un artículo de prensa de tono decimonónico sobre Letizia Ortiz, en el que su autor la erigía en la reina perfecta, aludiendo a unos atributos muy concretos, todos ellos estéticos: “delgada, hierática, tez albina”; “disciplina mental y corporal”, “ninguna reina de Europa eleva la barbilla mejor”, “ingrávida”, “imagen etérea”. No es una novedad que existe un consenso mediático cuasi universal que considera a Letizia icono y encarnación de LA ELEGANCIA (sí, con mayúsculas), trono que parece compartir ex aequo con otras dos integrantes de la realeza, Rania de Jordania y Kate Middleton. Símbolos de amplio consenso de lo que se considera elegancia femenina han sido también en el pasado reciente Lady Di, Grace Kelly, Audrey Hepburn, Jackie Kennedy… Pero… ¿en qué consiste esa elegancia? ¿Cómo es una mujer calificada como elegante?


Pues no hace falta retrotraerse a manuales victorianos para descubrir que lo primero que se le exige a una mujer elegante es un riguroso control postural y gestual. Basta con acudir a cualquier revista actual o blog de estilo para encontrar artículos con recomendaciones del tipo de mantener siempre la espalda recta y los hombros hacia atrás, caminar con la marcha adecuada, moviendo sólo las piernas, sin balancear exageradamente brazos y caderas. Los consejos también suelen hacer referencia a la vigilancia de la gestualidad, que debe ser suave y delicada, sin aspavientos exagerados, procurando mostrar en todo momento una sonrisa amable y asentir ligeramente mientras se escucha al interlocutor. Lo de la “disciplina corporal”, concepto que tanto me llamó la atención al leerlo mientras desayunaba, no es pues una exageración de un periodista aficionado a la aristocracia, sino que está a la orden del día. Esa disciplina en los movimientos va en todo momento encaminada a dar la impresión de estar flotando, expresar gracilidad y fluidez, con un andar ligero como de bailarina de ballet. Así que lo de la “ingravidez”, “la imagen etérea” y la barbilla elevada también son requisitos vigentes para merecer el título de mujer elegante. 

Kate Middleton, duquesa de Cambridge, y Letizia Ortiz, reina de España



Por lo tanto, la ligereza, el ser una pluma, una sílfide; es indispensable para cumplir con el canon de elegancia. Parece que no hay forma humana de compatibilizar la elegancia con la gordura. De ahí que el autor, por más que a mí me impactase y me pareciese fuera de lugar, destaque la delgadez de Letizia. Esta apología de lo “light” me recordó al último ensayo de Gilles Lipovetsky, uno de los intelectuales que más ha reflexionado sobre la posmodernidad, que precisamente se titula “De la ligereza” (editado por Anagrama, 2016). En él descubre cómo el ideal estético en la moda femenina establecido en las últimas décadas (más o menos desde los años 20 del S.XX) es el de la ligereza, y explica cómo este está asociado no sólo a las lógicas clasistas de distinción social, sino a la ideología patriarcal que considera a la mujer el “sexo débil”. En esa ligereza tiene un papel central la delicadeza de los rasgos y formas, como “sublimación de los atributos naturales del sexo considerado inferior al hombre en fuerza”. Nosotras estamos destinadas a complacer y encantar, por lo que esa ligereza es la traslación estética de nuestra condición de elemento decorativo, servil y seductor. La obesidad se condena tanto en hombres como en mujeres por motivos de salud, principalmente, pero la ligereza es una cualidad impuesta sobre todo a lo femenino, como expresión de fragilidad y ternura natural. Como indica el propio Lipotevsky, esta lógica no hizo más que consolidarse con la era burguesa y su disyunción entre hombre-productor y mujer ornamento.


La elegancia pasa así por la esbeltez y el minimalismo; y la apariencia femenina ideal no ha cesado de tener vínculos muy estrechos con el ideal de ligereza estética. Pensad en hombros desnudos y espaldas al aire, vestidos de cóctel de tirantes finos, tacones altos o de suelas planas con el empeine al descubierto, tejidos vaporosos como sedas, tules, rasos y gasas; faldas fluidas y flotantes, blusas sinuosas, transparencias estratégicas, en definitiva apariencia de ninfa o bailarina. La elegancia femenina es sinónimo de lo ingrávido y aéreo, lo que equivale también lo joven y lozano. Esa juventud pueril y virginal, lánguida y etérea, ingenua y melancólica; es otro imperativo en el ideal estético aplicado a la mujer. No puede ser casualidad entonces que los iconos internacionales e indiscutibles de elegancia vayan de la mano de la anorexia nerviosa y la depresión…

Audrey Hepburn y Grace Kelly

En la posmodernidad, en la que las normas de etiqueta se han relajado y las modas son muy efímeras y eclécticas, la ansiedad por las apariencias y la competencia por la distinción se ha descargado de la vestimenta desplazando casi toda la presión al cuerpo. Las normas para cumplir con una indumentaria elegante son muy básicas: decantarse por colores neutros, descartar florituras excesivas, no mezclar nunca más de tres colores, no enseñar demasiado (escote generoso prohibido con minifalda) y elegir maquillaje natural  y sutil. Sin embargo, el culto al cuerpo se ha intensificado y no engordar y no envejecer son las obsesiones estéticas más universales, con especial incidencia en las mujeres.


Pero las exigencias de la elegancia femenina no acaban en lo puramente físico y estético. Las restricciones y normas se extienden al comportamiento. La discreción y la sobriedad, el sentido de lo austero, debe imperar en una mujer que pretenda ser elegante. No se trata de la urbanidad y buenos modales que se piden a cualquier persona, las mujeres deben mantener la calma y controlar sus emociones, sin levantar nunca la voz y sin mostrar reacciones exageradas en público. Nuestro silencio es elegante. Es decir, una forma sofisticada del “calladita estás más guapa” de toda la vida. Y si nos atrevemos a mantener una conversación completa, debe ser siempre con un tono de voz ni demasiado estridente ni demasiado grave. 


Además, es importante que nos mostremos despreocupadas y amables con todo el mundo. No debemos resultar insolentes o impertinentes, por lo tanto debemos obviar el sarcasmo y optar por el buen humor y la dulzura. Siempre dispuestas a ayudar y a hacer favores, nunca arrogantes y jamás corregir al interlocutor. Nuestra conversación debe ser interesante y suficientemente culta, pero sin que parezcamos unas sabelotodo. En román paladino, que la elegancia implica ser dócil y sumisa y jamás ir en detrimento del ego masculino.


Tras estudiar a fondo los requisitos para ser una mujer elegante, concluyo que en todo momento bebe directamente de la feminidad y los roles de género impuestos por el patriarcado. Consiste  en el perfeccionismo y la autoexigencia extremas, ese saber estar es sinónimo de fingir y soportar sin queja el corsé de ballena y los vendajes reductores de pie de carácter social que nos siguen imponiendo. Tenemos que pesar y ocupar poco y hacer poco ruido, ser pequeñas y frágiles tanto físicamente como de carácter, en definitiva, ser adornos agradables a la vista si reparan en ti, pero la mayoría del tiempo, invisibles. Alegrar y entretener pero sin distraer a los hombres de lo importante.


En conclusión, la tan llamativa referencia al hieratismo del artículo sobre la reina perfecta tampoco era una “boutade”; nos quieren efigies, maniquíes, muñecas si acaso articuladas, la pequeña y ligera bailarina que da vueltas eternamente encerrada en su caja de música. Pues no, no compensa ser elegante. No cambio mi andar desgarbado, mi pelo encrespado, los tacos y la ironía, los vestidos de colores llamativos y estampados, mis labios pintados de rojo y mi autoestima a contra corriente por ser la reina o la mujer perfecta. No pienso permitir que me encierren jamás en una cajita, no quiero ser una figurita que baile al son marcado.



miércoles, 19 de julio de 2017

Colossal o el poder de salvarse a una misma

Pocas cosas hay más reconocibles que una comedia romántica. La narrativa de este género cinematográfico es uno de los grandes bastiones con los que el cine comercial norteamericano ha conquistado el mundo. Sus tramas y personajes siguen unos códigos narrativos muy característicos, tanto que forman parte del imaginario colectivo de forma casi automática. Si una chica vuelve a su pueblo natal después de años viviendo en Nueva York empujada por un "fracaso amoroso" y se encuentra de sopetón con un amigo de la infancia que además fue el primer chico que le gustó, indudablemente TENEMOS QUE ESTAR ANTE UNA COMEDIA ROMÁNTICA, ¿NO?

Así precisamente comienza la historia que nos cuenta el director Nacho Vigalondo en "Colossal", una película en que la apariencia de comedia romántica no es más que un trampantojo que sirve para intensificar lo que el autor realmente nos quiere contar. La idea de que las apariencias engañan no es sólo un artificio técnico del guión (en el que se mezclan los géneros de forma muy inteligente: comedia, ciencia ficción con monstruo, thriller psicológico, drama...), sino que es casi el leiv motiv de la obra. 

OJO, CONTIENE SPOILERS (mayoritariamente sobre las relaciones sentimentales en la vida real).


"Colossal" está dirigida por Nacho Vigalondo y protagonizada por Anne Hathaway


Gloria, el personaje principal brillantemente interpretado por Anne Hathaway, es una chica cuyo novio acaba de echarla del piso que comparten debido a su consumo excesivo de alcohol y afición a la juerga nocturna. Tras quedarse sin casa y sin trabajo, ella decide volver desde la gran ciudad a su pueblo de origen en busca de refugio. El primer género que rompe Nacho Vigalondo es el género femenino, es decir, todos los estereotipos con los que se construyen habitualmente los personajes protagonizados por mujeres. Ella es la juerguista, la que tiene siempre una cerveza en la mano, a la que su pareja espera en casa con gesto de reproche. Una mujer sin aspiraciones familiares ni de ningún tipo de compromiso, despeinada y sin ponerse tacones en todo el metraje. Es decir, todo un animal mitológico. 


La vida de esta chica es un desastre. Ella es un desastre. Bueno, así se lo ha manifestado su airado ex novio y así se cataloga en términos sociales una vida y una persona sin "oficio ni beneficio" en nuestra sociedad. Parece que Gloria no sabe valerse por sí misma. Nada más llegar a su casa familiar, se da de bruces con Oscar, el que parece su mejor amigo de la infancia, que le ofrece un trabajo en el bar que regenta y la provee del mobiliario que le falta a su antiguo hogar (televisión, sofá-cama, etc.). Sin haber superado la dependencia emocional y económica de su ex pareja, pasa a depender de otro hombre sin haberse dado cuenta y sin mantener ningún tipo de relación con él más que la nostalgia.

Oscar, al igual que Tim, el ex novio de Gloria, es el prototipo de hombre amable (lo que se conoce actualmente con el anglicismo de "nice guy") que despierta la misma empatía que un oso de peluche: es huérfano, no ha tenido suerte en el amor, se esfuerza por ser gracioso y se preocupa desinteresadamente por el bienestar de Gloria. Vaya, ¡le ha salvado la vida! Tanto Gloria como el espectador están convencidos de que ella necesita ser salvada de sí misma. Todo le sale mal, rompe todo lo que toca. Tanto, que cuando esta de resaca se convierte sin saberlo en un monstruo que destruye la ciudad de Seúl. Parece que esta chica debe luchar contra su monstruo interior, pero como sóla no puede, ahí está el solícito Oscar para ayudarle. Ella es a la vez el monstruo y la damisela en apuros, él es el héroe al rescate. ¿Seguro?

Es aquí donde Nacho Vigalondo da un triple salto mortal hacia delante y revienta desde dentro tanto los códigos de la comedia romántica como los esquemas mentales del espectador. No, Gloria no va a acabar tras una epifanía fijándose por fin en el hombre que ha tenido al lado toda su vida y en el que no ha sabido ver eso tan especial que estaba oculto y que no se le ha rebelado hasta el momento. Claro que va a descubrir al auténtico Oscar, que no es más que una persona cruel y mezquina que paga sus frustraciones con los demás, con un ego narcisista dañado por el ostracismo de ser una persona corriente en una aldea como otra cualquiera. El mensaje que lanza Vigalondo es potente: la mayoría de hombres mitificados por los romances de película que aparecen para rescatar a la mujer no hacen más que reproducir las actitudes agresivas y de control de una masculinidad impuesta por la ideología patriarcal. 

El imperativo universal de triunfar y destacar es más fuerte para el hombre (la mujer debe dejarse proteger y adoptar un rol pasivo, sus triunfos son los de su pareja- la gran mujer detrás del gran hombre). Oscar no ha tenido la oportunidad de hacer algo extraordinario hasta que Gloria vuelve a aparecer en su vida, necesita que ella le necesite, ayudarla se convierte en su misión, da sentido a su existencia. Con su actitud, no hace más que reforzar los problemas de autoestima y complejos de Gloria, y se alimenta de ellos cual vampiro para mantenerla cerca y establecer una relación de dependencia. Para ello no tiene reparo en utilizar su adicción al alcohol, en remarcarle sus limitaciones, en hacerle chantaje emocional, e incluso llegar a la agresión. Lo que en realidad está contando el autor sin que muchos se percaten, y con una asombrosa precisión, es la espiral del maltrato machista. Y cobra mayor importancia porque es un maltrato que no lo parece, el más peligroso de todos, el que hace engordar las estadísticas de feminicidios precisamente porque es difícil de detectar e invisible a ojos del gran público y de la propia mujer maltratada. Quería lo mejor para ella, era un buen amigo, contaba buenos chistes, siempre saludaba... sí, pero acabó agrediendo a una mujer que le dijo NO, y eso nunca es algo repentino. 

"Colossal" es un bofetón de proporciones monstruosas en nuestra cara. Una perfecta y original deconstrucción de lo que el propio Vigalondo ha calificado de "masculinidad tóxica", y que no sólo suele pasar inadvertida, sino que acostumbra a ser disculpada y admirada. Nos deja en evidencia, ¿cómo hemos podido creer que estábamos ante la historia sui generis de un romance? Esa es la pregunta clave y su respuesta es la tesis que este valiente director consigue demostrar: nuestra idea de amor es profundamente discriminatoria con la mujer y tiene demasiados rasgos en común con patrones de acoso y abuso. Por eso, también es un manual de autodefensa feminista, un revulsivo para las mujeres y contra el patriarcado. Primero, porque deja claro que no tenemos que ser perfectas ni querer serlo. Segundo, porque explica que el hecho de que tengamos defectos y nuestra autoestima esté dañada no es excusa para que ningún hombre nos diga cómo vivir nuestra vida y mucho menos acabe viviéndola por nosotros. Tercero, porque demuestra que una mujer puede serlo todo, igual que un hombre, monstruo/villano y héroe, que no tiene que quedar relegada al papel de víctima. No necesitamos que nadie nos salve, podemos y debemos salvarnos nosotras mismas. 

En el fondo creo que "Colossal", y de ahí su título, trata de no permitir que ningún hombre nos haga sentir pequeñas. Va sobre una mujer que por fin se atreve a ser grande, que descubre que su parte "monstruosa" lo era simplemente porque le hacía sombra a otro hombre. Debemos enfrentarnos a quien nos achica y nos impide crecer. Todas hemos sido Gloria alguna vez, y en mayor o menor medida hemos creído que le necesitábamos a él para ser felices/funcionales/especiales/maravillosas. No es así, nos bastamos a nosotras mismas. Reconciliémonos con nuestro monstruo interior, da miedo porque es enorme y pisa fuerte, y estamos acostumbradas a ser insignificantes para el mundo y para la historia. Ese monstruo no es más que tú misma, la imagen deformada que la misoginia de nuesta sociedad nos devuelve. Si aprendemos a verlo como lo que es, la persona que somos con todas sus capacidades y posibilidades, además de aceptar sus defectos, seremos invencibles.

jueves, 27 de abril de 2017

La industria de la violación

Soy miope de solemnidad. No exagero, llevo nueve dioptrías en cada ojo. La borrosidad de mi visión es directamente proporcional a la nitidez del recuerdo de la primera vez que observé el mundo tras mis gafas graduadas. Fue impactante y desconcertante, infinidad de detalles que antes no existían se agolpaban ante mi vista: pliegues, fisuras, todo tipo de texturas, los poros y el vello, lunares y manchas, la letra pequeña, el carmín en los dientes y el moco rebelde en las cavidades nasales... Podía ver todo aquello que hasta el momento había sido invisible para mí. Una experiencia similar es el descubrimiento del feminismo. Cuando te pones las gafas del feminismo, empiezas a distinguir con claridad todas las situaciones de discriminación que sufres como mujer y que antes identificabas como el estado normal de las cosas. La perspectiva feminista cambia completamente el modo de ver todo: las relaciones familiares y de pareja, las relaciones laborales, el sistema educativo y sus contenidos, las produccciones artísticas y culturales, las tradiciones, la historia, las ciencias... TODO. Porque precisamente nada ha quedado fuera de los preceptos organizativos patriarcales. Y cuando por fin una se ha graduado la visión de género, las imposiciones y coacciones del patriarcado son tan chillonas que hacen doler la vista. Una nunca olvida el día que descubrió que vivía en "Patrix".

Sí, ese abrir los ojos duele: duele descubrir que te han subestimado, acotado, excluído o se han burlado de ti sistemáticamente por el hecho de ser mujer, incluso personas a las que quieres o por las que has sentido admiración o aprecio; darte cuenta de que en muchas ocasiones has aceptado esos límites o te los has autoimpuesto de forma desapercibida. Sí, se te pasa toda tu vida por delante y se te agolpan con rabia todos esos episodios que en su momento no identificaste como una injusticia, abuso o discriminación; situaciones que ya habías olvidado o a las que no les habías dado importancia alguna. Repasas la lista de tu ex novios y ¡oh!, sorpresa, casi todos te han chantajeado emocionalmente, controlado tus decisiones e incluso agredido física o sexualmente. Te indignas por la cantidad de tiempo que has malgastado intentando agradar a los demás, preocupándote obsesivamente por el bienestar ajeno, sintiéndote culpable por no preocuparte lo suficiente. Te cabreas porque has caído tú también, tan formada académicamente y tan liberada que te considerabas, en las trampas del culto a la imagen y del amor romántico. Te atormenta la infinidad de veces que has dicho sí cuando hubieras querido decir no. Te alarma lo difícil que te resulta discernir si has decidido hacer algo, lo que sea, porque era lo que realmente querías/ te gustaba o porque era lo que se esperaba de ti. 

Las gafas hiperrealistas del feminismo producen mareos al evidenciar en un golpe de vista todo el machismo y la misoginia que hasta ahora nos pasaban inadvertidos: la brecha salarial, la feminización de la pobreza, la segregación profesional, el acoso laboral, el paternalismo y el mansplaining, la invisibilización de la mujer en la transmisión de la historia, la represión sexual, los cánones patriarcales de belleza, la imposición de los cuidados y del trabajo doméstico como deber femenino, la cosificación, la violencia de género y el feminicidio, la cultura de la violación, la patologización de las emociones, el gaslighting... Despertamos y vemos que hasta el momento lo que nos parecía LO UNIVERSAL era solo LO MASCULINO, y que nuestra posición está subordinada a la de ellos siempre y en todo lugar.

Por eso me llama poderosamente la atención que haya gafas feministas más eficaces que microscopios ante cualquier viso de dominación patriarcal, diligentes lupas para los micromachismos, que no identifiquen la prostitución como una de las más brutales formas de violencia contra la mujer y como la perpetuación a través de la institucionalización económica de la subordinación sexual al hombre, hasta el punto de que haya voces desde dentro del feminismo que la defienden como "trabajo sexual" y hasta como una vía más de empoderamiento. No sé si estoy usando la graduación adecuada, pero yo veo una contradicción insalvable entre denunciar la cultura patriarcal de la violación y ser indulgentes con la industria de la violación que es la prostitución. Cómo es posible que señalemos que las mujeres sufren a menudo violaciones socialmente aceptadas, como cuando hemos mantenido relaciones sexuales con una pareja por un sentimiento de obligación o por no afectar a su autoimagen de virilidad, o como cuando hemos expresado consentimiento pero bajo algún tipo de coacción en el contexto de una relación de poder o situación de vulnerabilidad; y sin embargo sea tan difícil de hacer entender que el putero (ese al que se insiste en nombrar eufemísticamente como cliente o consumidor de prostitución) no es más que un violador socialmente aceptado y la hipérbole de la masculinidad patriarcal. 

Cuando mantenemos relaciones sexuales en un contexto de obligación, sea el que sea, como el de necesidad económica, nos están violando. Como feministas hemos comprendido que dentro de las estructuras de poder del patriarcado y de sus patrones cutlurales, todo hombre es un violador en potencia. Si hemos entendido esto, ¿por qué somos tan permisivas con la conversión de la violación en modelo de negocio? Un putero no es un violador en potencia, es un violador en serie, la cima del ejercicio de poder patriarcal para acceder sin limitaciones a nuestro cuerpo con fines sexuales. Porque no nos engañemos, un putero no paga por un servicio, ni por disponer de nuestro tiempo, como en cualquier otro trabajo: pagar por interrumpir nuestra autonomía para hacer uso sexual de nuestro cuerpo a su antojo. Paga para obtener nuestra sumisión y teatralizar su poder masculino.



Cuando una feminista ha aprendido qué es la sororidad y la ha aprehendido, le aterra que la acusen de competir con otras mujeres o de discriminarlas igual que haría un machista. Lo último que quiere una feminista es reproducir acríticamente comportamientos machistas. El regulacionismo nada y pesca precisamente en la división del feminismo: sacraliza e idealiza la idea de libertad y acusa a quién no comulgue con él de "putófoba", de estigmatizar a las prostitutas, de desempoderarlas por utilizar el término "prostituídas", de culpabilizar y criminalizar a las mujeres que ejercen las prostitución. En el momento histórico en el que vivimos, en el que el matrimonio de conveniencia entre patriarcado y el capitalismo neoliberal atraviesa sus años dorados, las posturas abolicionistas o simplemente críticas con la prostitución son más impopulares que nunca. Hay mucho dinero en juego y el lobby del proxenetismo, mafias incluidas, y sus industrias adyacentes, como la pornográfica, son conscientes de ello, y no han dudado en gastar todo su arsenal en un lavado de imagen internacional del crimen organizado. Se habla de la libertad de ser prostitutas, de putas autónomas y feministas, se glamouriza la prostitución y se centra el discurso en las escorts/prostitución de lujo, se ahonda en la falacia del dinero fácil, se intenta separar interesadamente la trata ejercida por las mafias de la prostitución y sobre todo, se invisibiliza al putero.

Y es que estoy convencida de que existen mujeres que realmente se consideran feministas capaces de defender la prostitución como un opción laboral y vital más porque en el fondo nadie que no haya estado en ese mundo de primera mano sabe de qué está hablando cuando habla de prostitución. Aunque el discurso regulacionista insiste en que las prostitutas son sujetos libres y no objetos y en que son las abolicionistas las que cosifican y deshumanizan a las mujeres que ejercen la prostitución al asumir que todas están siendo sometidas, y hablan de dar voz a las prostitutas; precisamente el problema reside en la omertá reinante acerca de en qué consiste lo que llaman "trabajo sexual", en que sólo se da representación mediática a un perfil muy concreto y minoritario de prostitutas y en la eliminación absoluta del putero de la ecuación. 

Si se hablase de qué piden los puteros, si los testimonios de las supervivientes de la prostitución tuvieran la misma difusión que los de las prostitutas libres que supuestamente se sienten realizadas, si no se obviasen las consecuencias emocionales/psíquicas y físicas y que gran parte de las prostitutas recurre al alcohol y las drogas para hacer su "trabajo" más llevadero, si no se silenciasen los estudios que evidencian que la mayor parte de las prostitutas han sufrido abusos o agresiones sexuales antes de dedicarse a la prostitución y normalmente en edades tempranas, si nos dejásemos de eufemismos y de esos tabúes sexuales que supuestamente denuncian las feministas liberales y hablásemos clara y meridianamente de lo que puede incluir la jornada laboral de una prostituta (tragar semen, que te eyaculen en la cara, que te hagan vestirte de niña o caminar a cuatro patas imitando a un perro, que te introduzcan objetos en el coño, fisting, que te insulten o te escupan para excitarse, que orina y heces entre en juego... sí, las felaciones y el sexo anal palidecen ante la variedad de demandas del sexo patriarcal), sería más difícil banalizar la prostitución y no definirla como lo que es: violación a cambio de dinero. 

Os animo a entrar en cualquiera de los múltiples foros masculinos de Internet en que, bajo el manto del anonimato, los hombres comparten sin tapujos sus experiencias con prostitutas. Tras unos minutos leyendo, ese imaginario de servicio caritativo en el que los hombres van mayoritariamente a los burdeles a contar sus penas a las prostitutas, o son cervatillos asustados que solo pretenden perder la virginidad o el miedo escénico o maridos que buscan el cariño/atención que sus mujeres no les prestan; y comprenderéis que la inocuidad del concepto cliente no se ajusta a la realidad. Los puteros son intrínsecamente misóginos, muchos de ellos sádicos carentes de empatía y que se excitan con el dolor y la humillación ajena, y todos han aprendido desde la cuna a deshumanizar a las mujeres y se consideran en el ejercicio de un supuesto derecho legítimo: el de que las mujeres les proporcionen placer sexual. Por algo se han socializado en el patriarcado. Ellos son los putófobos, los que estigmatizan y cosifican a las putas, los que les preguntan en tono déspota cuánto cuestan como si fuesen productos, los que a menudo intentan sobrepasar los límites consensuados previamente, los que disfrutan ejerciendo su poder, los que regatean el precio o intentan estirar el tiempo pactado, los que siguen adelante aunque les hayan dicho que no, los que catalogan a las mujeres comparándolas con animales, modelos de coche, tipos de comida.

Quien defiende la regularización de la prostitución con el ánimo de mejorar las condiciones laborales de las prostitutas, centrando el problema en la precariedad laboral, peca de ingenuidad o de cinismo. La regularización no quitará el poder absoluto al putero una vez se cierra la puerta tras la que la prostituta se queda sola, no borra el marco de referencia patriarcal, no deja de ser violación y sometimiento, no deja de reproducirse el patrón de que la mujer está para satisfacer sumisamente los deseos y necesidades masculinas. Incluso en el hipotético (más bien "platónico" en el sentido peyorativo de la palabra) caso de que una prostituta ejerciese de forma totalmente libre sería estadísticamente imposible que ninguna de las relaciones sexuales mantenidas durante la jornada de trabajo no fuese forzada por las circunstancias y, por lo tanto, una violación. Sabemos la huella emocional que deja un abuso sexual de cualquier tipo. Calculad cuántos puede llegar a sufrir una prostituta a lo largo de su "vida laboral". Insisto, legitimar la industria de la violación es lo contrario al feminismo. Un mínimo de honestidad intelectual (u honestidad, a secas) pone de manifiesto que la gran demanda de prostitución no se cubriría con esa minoría de "prostitutas libres", y que la regularización y su legitimación aparejada no haría más que aumentar esa demanda, abocando a más mujeres a ser traficadas y esclavizadas.

Por supuesto que todo trabajo asalariado conlleva explotación, y en muchos las trabajadoras y trabajadores exponen su integridad física y emocional y llegan a sufrir maltrato y violencia. Pero en todo empleo hay una línea definida que separa la tarea a realizar de lo que la excede, que diferencia trabajo de acoso, humillación o abuso. En la prostitución, queramos verlo o no, se compra el abuso y sometimiento sexual. Si la masculinidad es reconocida con una situación privilegiada en cualquier contexto dentro del patriarcado, no puede serlo menos en la prostitución, que es intrínsecamente un privilegio masculino. La prostitución exacerba los roles de género, y ahonda además en la explotación de clase y racial y en la transfobia (las prostitutas pobres e inmigrantes son mayoría aplastante y la prostitutas transgénero viven más a menudo situaciones de vejación e intensa violencia física por parte los puteros).

La ideología patriarcal ve la prostitución como un fenómeno natural y por lo tanto, inevitable. No es así, el sexo patriarcal y sus consecuencias son fruto de esa ideología, otro sexo es posible, basado en la reciprocidad, en el respeto y el placer mutuos, en la autonomía y la equidad entre los implicados. No existe un derecho natural a obtener sexo con otras personas, si no encuentras a nadie que espontáneamente quiera mantener relaciones sexuales contigo, existen alternativas para aliviar el impulso sexual que no pasen por violar o comprar mujeres (mastúrbate y ahorra tu dinero y sufrimiento a la humanidad). Y es que la clave está en hacer volar por los aires esos patrones de actuación y de comportamiento sexual patriarcales, sólo de ese modo la demanda desaparecería. En una sociedad no patriarcal no habría cabida para la industria de la violación. Habrá que empezar por sacar a los puteros de su zona de confort y ponerlos bajo las gafas graduadas del feminismo. Señalémoles sin miedo como lo que son: violadores y criminales.


martes, 18 de abril de 2017

Mamá es una mujer

"¡Déjame en paz, pesada!" Seguramente no me equivoque si me atrevo a afirmar que esta es la frase que más escucha una madre a lo largo de toda la etapa de crianza de sus retoños desde que estos tienen uso de razón. Yo se la he dicho mucho a mi madre y todavía se me escapa hoy en día. El concepto patriarcal de maternidad nos hace ver automáticamente a nuestras madres como seres desnaturalizados cuya única razón de existir es precisamente nuestra existencia: son proveedoras oficiales de comida caliente y ropa limpia, máquinas expendedoras de cariño y comprensión a la carta, cuyo botón de encendido apretamos cuando necesitamos que nos escuchen, y que por supuesto deben permanecer hibernando u ocupadas en tareas domésticas a la espera de nuestro próximo requerimiento. 

El modelo de maternidad impuesto por el patriarcado consiste en superponer la condición de madre al resto de las condiciones que conforman nuestra identidad: eres madre antes que mujer o persona, por supuesto antes que ser pensante y sintiente con sus propios deseos y necesidades. Esta idea viene reforzada por el mito del "amor de madre", ese cuento chino que promete que el amor de nuestra "mami" será incondicional hagamos lo que hagamos y la tratemos como la tratemos, que somos y seremos siempre lo que más quiere por encima de sí misma, de su salud tanto física como mental. Nos ha costado, pero muchas y muchos hemos conseguido entender el concepto de violencia machista en toda su complejidad y darnos cuenta de que gran parte de lo que identificábamos anteriormente como "amor romántico  o " amor verdadero" en el ámbito de las relaciones de pareja no era otra cosa que maltrato. Sin embargo, nos cuesta más identificar ese maltrato basado en la falacia del "amor eterno e incondicional" (eminentemente psicológico) en las relaciones materno- filiales. Pero sí, en muchas ocasiones estamos maltratando a nuestras madres y anulándolas como mujeres y como personas sin saberlo. 

Cuando esperamos que nuestra madre lo deje todo en cualquier momento e interrumpa el curso de su vida porque necesitamos su ayuda, cuando exigimos que su paciencia y su ternura sean infinitas, cuando convertirmos nuestros problemas en los suyos, cuando le mandamos callar porque ella no ha leído los mismos libros reveladores ni ha vivido las mismas experiencias liberadoras que nosotras, cuando la tratamos con condescendencia, cuando damos por hecho que ocuparse de las comidas y celebraciones familiares son su responsabilidad hasta que la muerte nos separe, o que nuestros hijos son los suyos, siempre que olvidamos darle las gracias, cuando jamás le preguntamos que es lo que quiere/desea/necesita ella realmente, cuando la llamamos histérica porque nos ha chillado, cuando la juzgamos sin tener en cuenta las circunstancias que haya vivido o sufrido más allá de lo que conocemos de ella, cuando le hacemos chantaje emocional, cuando vemos como una ley natural el "hotel mamá" y la recepción vitalicia de "tuppers"; sí, estamos tratando mal a nuestra madre y estamos siendo machistas.

Una no es del todo feminista hasta que no se da cuenta de que su madre es otra mujer más, que sufre las opresiones y discriminaciones del patriarcado como nosotras, que tiene o le gustaría tener una vida independiente de la nuestra. No somos feministas hasta que no aplicamos el concepto de sororidad que tan bien hemos aprendido a nuestra madre, hasta que no "revisamos nuestros privilegios" con respecto a ella. Tenemos tan interiorizada la maternidad patriarcal que eso nos impide ver a una madre como sujeto del feminismo.


Lorelai y Rory, madre e hija en Las Chicas Gilmore


Es más, tendemos a considerar la maternidad como algo directamente anti-feminista. Sólo existen imágenes maníqueas de las madres: santas sufridoras como la Virgen María que renuncian a todo por su familia o viles suegras culpables de haber reproducido el machismo por malcriar a sus hijos y haber obligado a sus hijas en exclusiva a aprender las tareas del hogar, bellas horneadoras de repostería que trajinan en la cocina maquilladas o fregonas iletradas y desaliñadas, ejecutivas agresivas que externalizan cruelmente la crianza de su prole o fanáticas de la lactancia materna y el colecho hasta la adolescencia. Nadie se para a pensar en la complejidad de la situación personal de cada una y el contexto que la rodea: quizá esa madre que dejó su puesto de trabajo para criar a su bebé no lo hubiese hecho si ese empleo la satisficiera realmente, quizá esa otra que trabaja de sol a sol y no puede ver crecer a su pequeño lo hace porque económicamente no le queda más remedio, quizá la madre que ha optado por el biberón sea capaz de criar a sus hijos con apego y quizá la que da pecho a su hija hasta los dos años sea capaz de establecer límites de espacio y tiempo propio para sí misma. La maternidad es cambiante, está llena de aristas y si es fruto de una decisión completamente libre, puede (y debe) formar parte del activismo feminista.


Betty y Sally Draper, madre e hija en Mad Men

Hay que poner el foco en la corresponsabilidad del trabajo reproductivo (tanto cuidado de hijas/os u otros familiares como las tareas domésticas) y en la clamorosa ausencia de LOS PADRES (SÍ EXISTEN) en el debate social sobre los modelos de crianza. Debe cuestionarse el concepto de "conciliación familiar" por reduccionista y patriarcal y exigirse una conciliación vital: una jornada laboral de menos horas para todas y todos sin rebaja salarial para hacer compatible el desarrollo profesional - si se desea- con la vida privada - la que se desee, sea la que sea. Deben reclamarse cambios que de verdad hagan efectiva la igualdad entre hombres y mujeres, como la ampliación y equiparación de los permisos de maternidad y paternidad o el aborto libre y gratuito. Esa es la forma correcta de luchar contra el modelo de maternidad patriarcal, la presión social que sufren las mujeres para reproducirse y la discriminación que sufren las mujeres por el hecho de ser mujeres y además madres; en lugar de etiquetar y definir a las mujeres con respecto a la maternidad, dividiéndolas y enfrentándolas entre "madres" y "no madres" y entre "buenas madres" y "malas madres".

Empecemos por descubrir que nuestra madre es mujer y persona antes que madre, por tratarla como a una compañera de lucha, por corresponsabilizarnos del hogar si todavía lo compartimos con ella y por responsabilizarnos de nosotras/os mismos/as, por cuidarla también a ella, perdonar sus errores y no juzgarla de antemano. Que deje de ser la última de filipinas, la tonta del bote, esa a la que todo el mundo sin excepción se siente en la obligación de emendar la plana y explicar cómo debe realmente hacer las cosas. Escuchemos qué tiene que decirnos, preocupémonos por saber qué siente y sobre todo, dejemos de desautorizarlas constantemente. Las madres son el gran blanco de la desautorización universal, cualquiera sabe hacer LO QUE SEA mejor que ellas. Pontifiquemos menos y pongámonos más en su lugar. De hecho, algún día podremos ocuparlo, si queremos, no esperemos a ello para darnos cuenta de que nuestra madre quizá prefiera estar haciendo cualquier otra cosa más agradable para ella que "darnos la chapa".

lunes, 27 de febrero de 2017

Zonas grises (aka American Bitch)

Este domingo se ha emitido el que para mí es ya el mejor capítulo de Girls, la serie de Lena Dunham para la HBO. Se llama elocuentemente "American Bitch", y en él Hannah, la protagonista de esta serie coral de mujeres jóvenes, visita en su casa a uno de sus escritores más admirados porque él la ha citado para discutir sobre un artículo que ella ha escrito sobre él, en el cual lo critica por haber usado su posición de éxito social y autoridad académica para aprovecharse sexualmente de sus alumnas universitarias. La conversación entre los dos ocupa casi todo el metraje del capítulo, y el momento que motiva este texto es cuando él insiste en que "el sexo es una zona gris" (entendiendo como "zona gris" un ámbito o una situación ambigua en el que las normas no están claras o bien definidas) y ella le responde exasperada "¡Estoy harta de zonas grises!". En ese momento yo grité por dentro lo mismo que ella: ¡A la mierda las zonas grises! Esa zona de color gris con el que se quiere pintar el tema del consentimiento en las relaciones sexuales es por la que nos cuelan la mayoría de violaciones o agresiones sexuales como "malentendidos". Es la neblina grisácea la que convierte al violador en la víctima de la falta de claridad.

"American Bitch" es el brillante tercer episodio de la sexta temporada de Girls.

En un delito en el que para ser condenado la intención es literalmente lo único que cuenta (no el resultado: UNA PERSONA VIOLADA, ni el hecho en sí mismo: VIOLAR, SÍ, VIOLAR), en el que además de tener que demostrar que el violador te ha violado tienes que demostrar que REALMENTE QUERÍA VIOLARTE; el gris favorece a los agresores porque nos hace creer que es casi imposible diferenciar el sí (blanco) del no (negro),y eso nos lleva a que la mayoría de las violaciones sean vistas como errores que se han cometido sin querer y por lo tanto, a la absolución masiva de violadores. Eso si llegan a ser denunciados, pues por culpa de ese enfermizo concepto de "la zona gris" gran parte de las mujeres que se han sentido violadas o acosadas, o no se atreven a denunciar por considerarlo inútil, o ni si quiera son capaces de dirimir si realmente han sido violadas, llegando a creerse en demasiadas ocasiones que son imaginaciones suyas o culpables de haber provocado esa situación indeseada. Por haches o por bes llegamos siempre a la misma absurda conclusión: POBRECILLO VIOLADOR, NO SABÍA QUE ME ESTABA VIOLANDO.

De ahí que me parezca tan brillante el título del capítulo- también título no oficial de una novela de Philip Roth -: American Bitch. La zorra siempre es ella, la que seduce y tiende su tela de araña en la que cae atrapado el hombre, la que calienta cruelmente para luego retirarse, la que denuncia en falso. Él es siempre el cordero. Esa "American Bitch" bien podría ser Dylan Farrow, que acusó al talentoso Woody Allen de abusar de ella cuando era niña, poniendo en peligro su brillante carrera con esos maliciosos rumores imposibles de demostrar. Así es como la zona gris le jodió la infancia y la vida a la desafortunadamente hija adoptiva de un director de cine aplaudido en todo el mundo (bueno, qué digo, fue él el cabrón que más que presuntamente se la jodió). Que la realidad no nos estropee una impecable filmografía ni el estreno anual de Woody Allen, ¿no?

A lo que iba. La zona gris es un mito. Para empezar, en el mito de la zona gris es el hombre el guardián y dueño del consentimiento femenino. Se le otorga al hombre la tarea (y por lo tanto, el poder) de decidir si la mujer desea o no desea mantener relaciones sexuales con él. Son ellos lo que deben interpretar un código que ellos mismos se han inventado. Si lleva escote o minifalda, es que quiere follar. Si te dirige la palabra, te saluda amablemente o mantiene una conversación contigo, es que quiere follar. Si establece contacto visual, quiere follar. Si acepta una cita contigo, obviamente también quiere follar. Si se ha casado contigo o tiene una relación estable contigo, por supuesto quiere (y debe) follar contigo todos los días de su vida hasta que la muerte os separe. Si te admira profesionalmente no solo quiere follar contigo, también quiere chuparte la polla en agradecimiento. Si ha salido de noche a la calle o ha bebido demasiado, quiera o no, tengo derecho a follármela. En resumen, si no huyes despavorida ante su sola presencia, lo más probable es que el hombre en cuestión interprete que deseas acostarte con él. Y todo ello es porque en el tema sexual nosotras somos entendidas como un objeto pasivo, no un sujeto con voluntad activa que toma decisiones propias. En el mito de la zona gris no hay lugar para que el consentimiento sea activo. Todo vale, sobre todo eso de "no me ha dicho expresamente que NO QUERÍA". Entonces, tampoco te ha dicho expresamente que quería, pero, que más da, estamos en una zona gris. Así es como la confusión, la ausencia de límites definidos, SIEMPRE SIEMPRE beneficia al depredador. Sin el mito de la zona gris, toda relación sexual en la que una de las dos personas no ha expresado clara e inequívocamente su consentimiento sería (ES) una violación. Qué rollo, ¿no? La ética y el respeto mutuo darían al traste con toda la industria del porno, gran parte del cine comercial, una inmensa cantidad de obras literarias consideradas obras maestras donde lo que realmente se están relatando son asquerosos abusos de poder, y con la diversión sexual eminentemente masculina de los sábados noche, entre otros pilares de la cultura patriarcal. El sexo libre (¿para quién?) es un derecho humano. No nos los jodáis con exageraciones, puritanismo y puntillosidad, PESADAS.

La actitud de la actriz que entrega el Oscar a un actor acusado de acoso sexual por compañeras ha ocupado más espacio en medios que las propias denuncias en su momento


Lo más perturbador de todo el asunto de la zona gris es el hecho de que el estereotipo del depredador sexual sea habitualmente un hombre de éxito. El capitán del equipo, el periodista socialmente comprometido, el amantísimo padre de familia, el profesor enrollado, el escritor experimentado, el director de culto, un truhán y un señor algo bohemio y soñador... En definitiva, hombres que pueden echar mano de su influencia o poder no solo para acceder a la carta al sexo femenino y abusar de su posición privilegiada, sino que además esa posición les hace impunes, también gracias al mito de la zona gris que convierte en injusta caza de brujas cualquier acusación. Sí, ellos se erigen en las auténticas brujas de Salem (como hace el protagonista de este capítulo de Girls), por encima de las mujeres quemadas. Nadie quiere ser el que tire la primera piedra, si a la que se lapida no es a una mujer adúltera, claro. Esa zona gris es la que permite que Casey Affleck gane un Oscar habiendo acosado sexualmente a compañeras de profesión, y que se señale más a la actriz Brie Larson por no aplaudir cuando ha tenido que entregarle el premio. Otra vez la zorra se come al cordero. Y mientras, lo que el lobo feroz hace en el bosque, allí se queda, en la zona gris que hay entre los árboles.