Ayer amanecíamos sorprendidos por
un artículo de prensa de tono decimonónico sobre Letizia Ortiz, en el que su
autor la erigía en la reina perfecta, aludiendo a unos atributos muy concretos,
todos ellos estéticos: “delgada, hierática, tez albina”; “disciplina mental y
corporal”, “ninguna reina de Europa eleva la barbilla mejor”, “ingrávida”, “imagen
etérea”. No es una novedad que existe un consenso mediático cuasi universal que
considera a Letizia icono y encarnación de LA ELEGANCIA (sí, con mayúsculas),
trono que parece compartir ex aequo con otras dos integrantes de la realeza,
Rania de Jordania y Kate Middleton. Símbolos de amplio consenso de lo que se
considera elegancia femenina han sido también en el pasado reciente Lady Di,
Grace Kelly, Audrey Hepburn, Jackie Kennedy… Pero… ¿en qué consiste esa
elegancia? ¿Cómo es una mujer calificada como elegante?
Pues no hace falta retrotraerse a
manuales victorianos para descubrir que lo primero que se le exige a una mujer
elegante es un riguroso control postural y gestual. Basta con acudir a
cualquier revista actual o blog de estilo para encontrar artículos con
recomendaciones del tipo de mantener siempre la espalda recta y los hombros
hacia atrás, caminar con la marcha adecuada, moviendo sólo las piernas, sin
balancear exageradamente brazos y caderas. Los consejos también suelen hacer
referencia a la vigilancia de la gestualidad, que debe ser suave y delicada,
sin aspavientos exagerados, procurando mostrar en todo momento una sonrisa
amable y asentir ligeramente mientras se escucha al interlocutor. Lo de la “disciplina
corporal”, concepto que tanto me llamó la atención al leerlo mientras
desayunaba, no es pues una exageración de un periodista aficionado a la
aristocracia, sino que está a la orden del día. Esa disciplina en los
movimientos va en todo momento encaminada a dar la impresión de estar flotando,
expresar gracilidad y fluidez, con un andar ligero como de bailarina de ballet.
Así que lo de la “ingravidez”, “la imagen etérea” y la barbilla elevada también
son requisitos vigentes para merecer el título de mujer elegante.
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Kate Middleton, duquesa de Cambridge, y Letizia Ortiz, reina de España |
Por lo tanto, la ligereza, el ser
una pluma, una sílfide; es indispensable para cumplir con el canon de
elegancia. Parece que no hay forma humana de compatibilizar la elegancia con la
gordura. De ahí que el autor, por más que a mí me impactase y me pareciese fuera
de lugar, destaque la delgadez de Letizia. Esta apología de lo “light” me
recordó al último ensayo de Gilles Lipovetsky, uno de los intelectuales que más
ha reflexionado sobre la posmodernidad, que precisamente se titula “De la
ligereza” (editado por Anagrama, 2016). En él descubre cómo el ideal estético
en la moda femenina establecido en las últimas décadas (más o menos desde los
años 20 del S.XX) es el de la ligereza, y explica cómo este está asociado no
sólo a las lógicas clasistas de distinción social, sino a la ideología
patriarcal que considera a la mujer el “sexo débil”. En esa ligereza tiene un
papel central la delicadeza de los rasgos y formas, como “sublimación de los
atributos naturales del sexo considerado inferior al hombre en fuerza”.
Nosotras estamos destinadas a complacer y encantar, por lo que esa ligereza es
la traslación estética de nuestra condición de elemento decorativo, servil y
seductor. La obesidad se condena tanto en hombres como en mujeres por
motivos de salud, principalmente, pero la ligereza es una cualidad impuesta
sobre todo a lo femenino, como expresión de fragilidad y ternura natural. Como
indica el propio Lipotevsky, esta lógica no hizo más que consolidarse con la
era burguesa y su disyunción entre hombre-productor y mujer ornamento.
La elegancia pasa así por la
esbeltez y el minimalismo; y la apariencia femenina ideal no ha cesado de tener
vínculos muy estrechos con el ideal de ligereza estética. Pensad en hombros
desnudos y espaldas al aire, vestidos de cóctel de tirantes finos, tacones
altos o de suelas planas con el empeine al descubierto, tejidos vaporosos como
sedas, tules, rasos y gasas; faldas fluidas y flotantes, blusas sinuosas,
transparencias estratégicas, en definitiva apariencia de ninfa o bailarina. La
elegancia femenina es sinónimo de lo ingrávido y aéreo, lo que equivale también
lo joven y lozano. Esa juventud pueril y virginal, lánguida y etérea, ingenua y
melancólica; es otro imperativo en el ideal estético aplicado a la mujer. No
puede ser casualidad entonces que los iconos internacionales e indiscutibles de
elegancia vayan de la mano de la anorexia nerviosa y la depresión…
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Audrey Hepburn y Grace Kelly |
En la posmodernidad, en la que
las normas de etiqueta se han relajado y las modas son muy efímeras y
eclécticas, la ansiedad por las apariencias y la competencia por la distinción
se ha descargado de la vestimenta desplazando casi toda la presión al cuerpo. Las
normas para cumplir con una indumentaria elegante son muy básicas: decantarse
por colores neutros, descartar florituras excesivas, no mezclar nunca más de
tres colores, no enseñar demasiado (escote generoso prohibido con minifalda) y elegir
maquillaje natural y sutil. Sin embargo,
el culto al cuerpo se ha intensificado y no engordar y no envejecer son las
obsesiones estéticas más universales, con especial incidencia en las mujeres.
Pero las exigencias de la
elegancia femenina no acaban en lo puramente físico y estético. Las
restricciones y normas se extienden al comportamiento. La discreción y la
sobriedad, el sentido de lo austero, debe imperar en una mujer que pretenda ser
elegante. No se trata de la urbanidad y buenos modales que se piden a cualquier
persona, las mujeres deben mantener la calma y controlar sus emociones, sin
levantar nunca la voz y sin mostrar reacciones exageradas en público. Nuestro
silencio es elegante. Es decir, una forma sofisticada del “calladita estás más
guapa” de toda la vida. Y si nos atrevemos a mantener una conversación completa,
debe ser siempre con un tono de voz ni demasiado estridente ni demasiado grave.
Además, es importante que nos
mostremos despreocupadas y amables con todo el mundo. No debemos resultar
insolentes o impertinentes, por lo tanto debemos obviar el sarcasmo y optar por
el buen humor y la dulzura. Siempre dispuestas a ayudar y a hacer favores,
nunca arrogantes y jamás corregir al interlocutor. Nuestra conversación debe ser
interesante y suficientemente culta, pero sin que parezcamos unas sabelotodo. En
román paladino, que la elegancia implica ser dócil y sumisa y jamás ir en
detrimento del ego masculino.
Tras estudiar a fondo los
requisitos para ser una mujer elegante, concluyo que en todo momento bebe
directamente de la feminidad y los roles de género impuestos por el
patriarcado. Consiste en el
perfeccionismo y la autoexigencia extremas, ese saber estar es sinónimo de
fingir y soportar sin queja el corsé de ballena y los vendajes reductores de
pie de carácter social que nos siguen imponiendo. Tenemos que pesar y ocupar
poco y hacer poco ruido, ser pequeñas y frágiles tanto físicamente como de
carácter, en definitiva, ser adornos agradables a la vista si reparan en ti,
pero la mayoría del tiempo, invisibles. Alegrar y entretener pero sin distraer a
los hombres de lo importante.
En conclusión, la tan llamativa referencia al hieratismo
del artículo sobre la reina perfecta tampoco era una “boutade”; nos quieren
efigies, maniquíes, muñecas si acaso articuladas, la pequeña y ligera bailarina
que da vueltas eternamente encerrada en su caja de música. Pues no, no compensa
ser elegante. No cambio mi andar desgarbado, mi pelo encrespado, los tacos y la
ironía, los vestidos de colores llamativos y estampados, mis labios pintados de
rojo y mi autoestima a contra corriente por ser la reina o la mujer perfecta.
No pienso permitir que me encierren jamás en una cajita, no quiero ser una
figurita que baile al son marcado.
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