Creo que empecé a masturbarme con
doce años, un poco antes de mi primera regla. Sin haber cumplido los once años
ya tenía los pechos completamente desarrollados, casi los mismos que ahora (no
exactamente porque la maternidad no ha pasado inadvertida por ellos) y mi mata
de vello púbico ya había brotado en todo su esplendor. Fue la conciencia de los
cambios de mi cuerpo lo que despertó en mí el deseo sexual. No podía dejar de
mirar y tocar mis tetas ni de atusar la hermosa barba que me había crecido
entre las piernas. Ansiaba que llegase el momento de ducharme para tener la
coartada perfecta para desnudarme y frotarme todo el cuerpo sin remordimientos.
Fue una noche como otra
cualquiera antes de dormir cuando por fin me atreví a tocarme por primera vez
bajo las mantas. Quería saber qué se sentía, pero no fui más allá de “reconocer
el terreno”. Recuerdo que estuve meses simplemente hurgando entre mis labios
vaginales antes de quedarme dormida, disfrutando de una sensación agradable,
pero con miedo de ir más allá, de tocar una tecla que desatase algo
irreversible o de mover una pieza que estropease todo mi engranaje genital. Me
asustaba estar haciendo algo malo, ser una pervertida o una rara, y me asustaba
todavía más hacerme daño. Tenía la firme convicción de que si se me iba la mano
demasiado, acabaría provocándome a mí misma un dolor horrible. Pero finalmente
llegó el día en que los dedos ganaron a “la razón”, y me corrí por primera vez
casi por sorpresa. Yo había sido una niña muy miedosa, me aterraba la
oscuridad, y había atesorado unos cuantos rituales maniáticos para
tranquilizarme antes de irme a la cama. El orgasmo me liberó de todos ellos,
podéis creerme.
No recuerdo en qué solía pensar
cuando aquella nueva costumbre pasó a ser masturbación, pero no tenía fantasías
sexuales. Por aquella época me “ponía” Vegeta de Dragon Ball, Jake el malote de California
Dreams, el hoyuelo de la barbilla de Dany Zuco y de la de Pep Guardiola, el
baile sucio de Patrick Swayze y el repetidor de turno de mi clase. Pero no me
imaginaba ni por asomo teniendo sexo con ninguno de ellos. Ver y acariciar mi
cuerpo, escuchar mis propios gemidos me bastaba. No se me pasaba por la cabeza
ningún hombre ni ninguna otra persona. Mi deseo era sólo mío, era más bien
autoexploración y autoconocimiento, una forma de cuidarme y regalarme placer y
relajación al final del día.
Mirando hacia atrás me doy cuenta
de que la preadolescente que fui estaba más empoderada que las siguientes
versiones de mí misma que la sucedieron. A partir del primer enamoramiento
aquella autonomía sexual fue interrumpida y mi deseo empezó a situarse fuera de
mí y a depender de ser deseada por otros. Cuando llegó el primer “novio” serio masturbarme
se convirtió en una traición. ¿Acaso no te gusta cómo te lo hago yo? ¿Es que
piensas en otro? ¿No ha sido suficiente?
Tranquis, no he decidido escribir
una autobiografía erótica, afortunadamente no soy Henry Miller y
desafortunadamente no tengo el talento de Marguerite Duras. Esta regresión a mi
primer contacto con mi sexualidad viene provocada por “I love Dick”, la nueva
serie para Amazon de Jill Soloway, guionista y productora conocida por
“Transparent”, serie con la que ya había apuntado la ruptura de los roles
patriarcales de la ficción televisiva como declaración de intenciones. Esa
intención se cumple con creces en esta nueva historia, que adapta la novela
homónima de la escritora Chris Kraus.
La protagonista es la propia
Chris, una directora de cine independiente que acompaña a su marido a una
comunidad de artistas en Texas, en la que está becado para escribir un ensayo
de investigación sobre el Holocausto. Esa institución está dirigida por el Dick
del título, un escultor y profesor de arte híbrido entre cowboy lacónico al más
puro estilo de Clint Eastwood y artista posmoderno, que enseguida se convertirá
en el oscuro objeto de deseo de Chris y destinatario de arrebatadas e
incendiarias cartas que ella comienza a escribirle compulsivamente.
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Katryn Hahn interpreta magistralmente a Chris Kraus, protagonista de "I love Dick" |
La odisea epistolar de Chris
Kraus se desata tras una cena junto a su marido y el susodicho Dick. Los tres
comían conejo mientras respiraban la misoginia que Dick rezumaba por sus poros
(Sí, Dick es un nombre descriptivo y literal, por algo significa “polla” e
“imbécil” en inglés). Los dos hombres conversan sobre la mujer como si ella no
estuviese presente. Esa cita a tres bandas acaba abruptamente, cuando Dick le
espeta a Chris que si no ha tenido éxito como directora de cine es porque no lo
desea realmente con convicción, y que por esa misma razón no existen directoras
capaces de hacer buen cine. El suelo desaparece bajo los pies de ella en ese
momento, y aunque acierta a citar a grandes directoras como Jane Campion a modo
de réplica, acaba abandonando la mesa presa de la rabia. Pero el desprecio de
ese cretino machista además de hacerle echar espumarajos por la boca también le
ha hecho echarlos por el coño.
Cuando vuelve a casa con su
marido, esa misma noche se despierta con la necesidad imperiosa de escribir.
Del insomnio surge la primera de un aluvión de cartas que, sin siquiera saberlo,
se convierten en la venganza y refutación perfecta contra la falacia argumental
de su némesis artística masculina. De un plumazo, o más bien de un tecleo, y
sin más vehículo que ese deseo ferviente que Dick le había recriminado que le
faltaba, lo convierte a él en musa de su obra maestra de arte. Quiera o no él funciona como su fetiche, el motor de su deseo y de su creación artística, el
objeto que la convertirá en sujeto creador. Gracias a que él le negó la
capacidad de la autoría, ella se lanzó febrilmente y sin complejos a atreverse
a ser autora.
Por eso esta serie es
revolucionaria, como lo fue la novela publicada en los 90 en la que se basa,
porque, además de subvertir el rol patriarcal de hombre-autor y mujer-musa,
pone en primer plano el deseo de una mujer, no sólo como vía de autoafirmación
sexual y personal, sino como fuente de creación artística. Retrata a una mujer
como sujeto deseante y dueña absoluta de ese deseo, y no objeto deseado, como
así ha sido mayoritariamente a lo largo de la historia de todas las
representaciones artísticas, desde la primera mitología hasta la ficción
audiovisual actual.
“Estoy en una misión, la de
destruir los muros que rodean mi deseo”, escribe la autora. Esos muros se
derrumban cuando hace públicas las cartas, que cuelga por todo el pueblo para que cualquier viandante
pueda leerlas. Ahí es cuando Dick la acusa oficialmente de padecer un trastorno
mental. Cómo no, una mujer que manifiesta su deseo sexual libre y públicamente
tiene por fuerza que estar loca. Sólo ellos tienen legitimidad para hablar en
voz alta de lo dura que se la pone una mujer, para pintar cuadros y esculpir
desnudas a las beldades con las que mantienen relaciones sexuales, para dedicar
epístolas y poemas con afán de conquista y cantar serenatas bajo nuestros
balcones.
Es en ese momento en el que
traspasa la barrera de la intimidad en el que ese deseo se convierte tanto en
deseo puro como en obra de arte. Es un deseo independizado de la necesidad
impuesta de agradar, al que no le importa la opinión ajena ni busca
reciprocidad. A ella ya no le importa lo que él piense de ella, ni lo que
puedan pensar los demás. Su deseo y su sexualidad han alcanzado la
autodeterminación.
“I love Dick” roza la perfección
en su capítulo cinco, una sucesión de “flashbacks” a la infancia y primera
adolescencia de todos los personajes femeninos de la serie, en los que cada una
cuenta cómo descubrió el deseo sexual, tal como yo os lo acabo de contar. Todas
tenían ensoñaciones propias que nada tenían que ver con las relaciones
sentimentales, los mitos del amor romántico o las representaciones normativas
de la sexualidad. Todas tenían un deseo libre y subjetivo, que a medida que se
iba amoldando a la socialización adulta, se iba convirtiendo en un deseo
dependiente de la aprobación tanto masculina como social. Eso se refleja muy
bien en la historia de la propia Chris, que cuando en la universidad comienza
su primera relación con un chico (“por fin alguien a quien deseaba me deseaba a
mí también”), pierde el estado salvaje y natural de su sexualidad, que pasa a
tener el centro de rotación en el otro: “Yo quería saber qué partes de mí le
parecían bonitas. Él decía: tus labios, tus ojos, tu pelo… Mientras le
escuchaba enumerar, mi mente comenzaba a fijarse en las partes que no eran
mencionadas: mi nariz, mi vello público, mis tetas…” ¿Os suena de algo?
Es la ideología patriarcal que
nos niega como sujetos válidos en sí mismos y que nos supone complementos de la
subjetividad masculina, esa que define a las mujeres como esencialmente
altruistas, al servicio de los demás por naturaleza, la que nos niega una
sexualidad propia e independiente del hombre. Nuestra misión es excitarles,
agradarles y satisfacerles. Es ese mismo discurso el que celebra el deseo
masculino y silencia el femenino, el que demoniza la masturbación y el
autoplacer o la limita a un “consuelo” o sustitutivo en ausencia de un amante
(no en vano se ha llamado coloquialmente “consoladores” a los vibradores y
otros artilugios masturbatorios). El deseo y la masturbación masculina se
sobrerrepresenta en la vida real y en la ficción (en el cine se ha hablado
siempre abiertamente de pajas, también y sobre todo en las películas “generacionales”
o para adolescentes), mientras que la femenina ha sido históricamente censurada
y negada en mayor o menor medida (con extremos como la ablación) y actualmente
sigue siendo infrarrepresentada e incluso tabú.
Citando a Mary Wollstonecraft, “yo
no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas
mismas”, precisamente porque lo que ha otorgado todo el poder público a los
hombres es la ausencia de poder de la mujer sobre sí misma. No es una cuestión
de placer privado, es una cuestión política. Ese negar la existencia de nuestro
yo, ese invalidar nuestra autonomía desde el ámbito más íntimo y personal, es
la “piedra rosetta” para negarnos la capacidad de proyección sociopolítica. Sin
autonomía ni autosuficiencia sobre nuestro cuerpo, nuestra sexualidad, nuestro
placer, nuestro bienestar, nuestras decisiones vitales; no es posible que
accedamos ni a la autoría ni a la autoridad. Tal como se pregunta la
protagonista de “I love Dick”: “¿cómo va a haber buenas directoras de cine si
hemos sido criadas para ser invisibles?”. Así es como se nos impide y dificulta
el acceso a la creación y a la participación en el poder: si no somos sujetos,
si sólo somos objetos que posan y sirven de inspiración, ¿cómo vamos a cumplir
papeles que dependen de la subjetividad, como el de un artista o un líder?
Dando la vuelta a los roles
tradicionalmente masculino y femenino esta serie también sirve como método de
denuncia. El deseo masculino ha sido jaleado hasta la permisividad absoluta con
el acoso y la violación, que forman parte de nuestro acervo cultural y lo
impregnan todo. Al igual que Dick, puede que la mayoría de los espectadores
hombres hayan podido experimentar y comprender qué se siente al ser utilizado
como objeto fuente de creatividad, que entiendan de una vez por todas qué
significa “cosificar” y “sexualizar”. Es triste que tenga que sufrirlo un
hombre para apelar a su empatía, pero me temo que este es el método más eficaz.
BIENVENIDOS A UN PORCENTAJE MÍNIMO DE LA HUMILLACIÓN DIARIA QUE NOS TOCA VIVIR
A LAS MUJERES.
Una de mis frases favoritas de
las cartas de Chris de entre las muchas que se citan en la serie es en la que
escribe “nací en un mundo que presume que hay algo grotesco e inefable en el
deseo femenino. Pero ahora todo lo que quiero es ser indigna, degradarme.
Quiero ser una mujer monstruo” (“I want to be a female monster”, no me digáis
que no es una frase digna de elevarse a leiv
motiv). Y es que “I love Dick” también es un manifiesto contra la
mitifación y sacralización de la mujer como santa y víctima, pues esa ideología
que nos sitúa supuestamente en un nivel místico y divino es la misma que se
utiliza para discriminarnos y esclavizarnos.
Es una pena que a estas alturas sea también revolucionario que se nos
represente como personas con defectos, capaces de ser depredadoras y
narcisistas, y no sólo como símbolos de una perfección dictada por el
patriarcado.
En ese sentido “I love Dick” no
está sóla en el panorama televisivo, y es un alivio. Creo que ya ha pasado el
tiempo suficiente para que se pueda celebrar bien alto (y cruzo los dedos para
que no se chafe) que una nueva ola de ficción feminista (en el sentido de
ficción creada por mujeres y que nos representa de forma realista y equitativa,
con tramas propias que parten de ellas y en las que no somos meros adornos o
comparsa masculina) llena de antiheroínas (A.K.A. personajes femeninos
realistas y verosímiles) ha llegado para quedarse. Desde que en 2009 comenzó a
emitirse "Miranda", la comedia británica escrita y protagonizada por la cómica
Miranda Hart, se abrió la espita. Sí, aunque parece que Lena Dunham con "Girls" fue la feminista pionera de la televisión posmoderna, es justo reconocer que
unos cuantos años antes ya había sido estrenada con gran éxito una serie sobre
la vida de una mujer con físico no normativo (una chica de 35 años que mide
1'85, miope, grandota, desgarbada, fea y agorafóbica) y que desafiaba los esquemas
patriarcales del guión corriente. Como la propia Miranda Hart dijo, tuvo que
escribir su propio “show” porque sabía que ningún productor la iba a llamar
jamás para protagonizar alguno.
Pero también es cierto que el
éxito mundial de "Girls" ha contribuído a que las historias escritas y
protagonizadas por mujeres con afán realista y desmitificador sean cada vez
más: "Orange is the New Black", "My Mad Fat Diary", "Broad City", "Fleabag", "Better
Things", "One Mississipi", "Insecure"… son sólo algunos ejemplos. En la pequeña
pantalla se ha abierto un espacio más allá de mujeres jóvenes, delgadas, blancas
y guapas, heterosexuales y de clase media-alta. Mujeres gordas, bajitas, narigonas,
flacas, negras, latinas, calvas, pobres, de barrios marginales o con
dificultades económicas y en riesgo de exclusión social; con trastornos
mentales y otro tipo de enfermedades silenciadas, mujeres imperfectas, que cometen
errores o delitos; también lesbianas, bisexuales o transgénero; mujeres que se
masturban, mujeres que no buscan tener una relación en exclusividad y que no
sueñan con un príncipe azul; mujeres de ambición desmesurada o que no quieren
hacer más que la “o” con un canuto de marihuana. Así es como la degradación de
la que hablaba Chris en sus cartas se convierte en un arma de emancipación y
autodeterminación: es la idea radical de que las mujeres somos ni más ni menos
que seres humanos, con todo lo que ello implica.
Hemos perdido el miedo a la
imperfección, a ser retratadas con nuestros defectos y nuestros deseos y
necesidades. Reivindicamos nuestro derecho a una porción de egoísmo, de
escatología, a nuestra cuota de “slapstick”, de “superheroínas” y “supervillanas”.
Si hemos aguantado durante siglos los chistes masculinos de “caca, culo, pedo,
pis” de los hombres en “prime time”, que sus fantasías sexuales y delirios
megalómanos se eleven a categoría de arte y filosofía universal; es hora de
poner en el centro del relato todo lo que se ha invisibilizado de la mujer, sí,
también la regla y los hongos vaginales, la cistitis y la menopausia, el cáncer
de mama o nuestro despertar sexual, nuestros abortos, nuestras maternidades,
nuestras frustraciones, nuestros oficios, nuestros fracasos y nuestras
obsesiones. Lo que sea que queramos contar sobre nosotras mismas tiene valor
artístico y es digno de ser publicado, así como lo han sido los voluminosos tomos de “En busca del tiempo perdido” en los que Marcel Proust nos contó su
vida y sus atribulaciones existenciales o los más recientes del compendio
autoficcional algo engreídamente titulado “Mi Lucha” de Karl Ove Knausgard; o en
un ámbito más mundano los monólogos autobiográficos de cómicos como Louis C.K.
Lo
que admiramos en ellos no puede ser criticado en nosotras, pues de la
cotidianidad y de la experiencia vital de las mujeres también se pueden extraer
obras de arte, tanto con la finalidad del entretenimiento como de generar
debate y reflexiones filosóficas y de categoría universal. Simple y llanamente
porque, quieran o no, somos parte del universo y sujetos activos de la historia
de la humanidad. No hay cosmovisión posible que no nos tenga en cuenta. Todo lo
que se haga con pretensiones de universalidad dando por sentado que las mujeres no
somos personas completas o sujetos autónomos no vale, es una mentira. Es, de
hecho, la mentira más grande jamás contada y la prueba de que una repetida
hasta la saciedad puede convertirse en la verdad más inamovible.
![]() |
Las transiciones con citas de las cartas de Chris Kraus en letra blanca sobre fondo rojo son una de las señas de identidad de esta serie |
“Dear Dick: Every letter is a
love letter”, dice la protagonista al principio de la serie, y, a pesar de su
título, ese “amor” no va dirigido a otro, sino a sí misma. Con esas cartas esta
directora frustrada vuelve a recuperar su autoestima pasados los 40 años,
vuelve a desear, no a un hombre, si no a desear(se) salvaje y libre. Sí,
autoestima es la palabra clave del resto de los "autos" que al contrario de lo
que se suele creer, nos llevan a salir del ensimismamiento y de nosotras mismas
para decidirnos a trascender públicamente y a dejar nuestra huella, por pequeña
que sea, en el curso de la historia. Sin autoestima y autonomía no es posible
ni la autoría ni la autoridad. Aprendamos a querernos, disfrutemos de y con
nosotras mismas, démonos el valor que nos han quitado y que nos pertenece. Si
tomamos el poder en nosotras mismas, nada estará fuera de nuestro alcance. Por
eso la masturbación y la vanidad femeninas, que pensemos en satisfacer nuestro
deseos y necesidades y no sólo en sacrificarnos por los de los demás, pueden
ser revolucionarios. En 2017 nuestro cuerpo sigue siendo el campo de batalla
feminista. Seguirán haciendo todo lo posible para que no lo conquistemos, pues
si lo hacemos nada nos impedirá conquistar el mundo.
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