"En
este escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes
de labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad
para recogerla cinco horas después.”
“Las
muchachas de hoy conocemos muy bien a M.F. M.F. nos cede el asiento en el Metro
y nos tiende el sueldo desde la altura de su caja cada mes y nos mira
oblicuamente al escote cada vez que nos dicta una carta”.
Estas
dos citas literarias están entre mis preferidas de todas las que subrayé (y
fueron muchas, lo admito) en la novela “Tea Rooms. Mujeres obreras” de la
escritora Luisa Carnés. Son mis favoritas porque en dos pinceladas consiguen
retratar toda la deshumanización y cosificación sexual que sufren las mujeres
trabajadoras durante su jornada, que además de producir deben agradar y “hacer
bonito”. Les va en la nómina. Esta novela de 1934, publicada en la Segunda
República, está escrita con un lenguaje y estilo inusitadamente modernos, casi
cinematográfico, por la importancia de los diálogos y la coralidad de los
personajes, adelantándose dos décadas a “La Colmena” (chúpate esa, Camilo José
Cela). Además de en el forma, esta novela también destaca para la época en su
contenido, que se centra tanto en los conflictos laborales como en las
inquietudes y aspiraciones personales de un grupo de mujeres de diferentes
edades, extracto social y situación familiar, cuyo punto en común es que
trabajan todas en el mismo salón de té, siendo capaz de trazar un retrato
perfecto del nuevo papel social de la mujer con su reciente incorporación al
trabajo asalariado, y de todas las contradicciones y convulsiones que trajo a
sus vidas la incipiente fusión de capitalismo y patriarcado. La brecha salarial,
el acoso sexual, el aborto, la resistencia al matrimonio, la doble jornada
laboral y doméstica, la violencia de género… son cuestiones de rabiosa
actualidad tras la Huelga del 8M que ya aparecen recogidas en esta brillante
novela. Es evidente que se trata de una obra digna de estudio, que enseguida
llama la atención entre sus contemporáneas, y sin embargo cayó en el olvido,
ignorada por el mundo académico y desconocida por los grandes expertos de la
literatura española.
Luisa
Carnés era una escritora adelantada incluso a los escritores adelantados a su
tiempo, y ni eso salvó su obra del ostracismo. No solo era mujer, también era
militante comunista, no vamos a extrañarnos de que fuese aplastada por la
apisonadora de 40 años de dictadura franquista, como tantos otros autores y
autoras, como ocurrió con Las Sin Sombrero. Sin embargo, la democracia no
parece haber podido con el arraigado machismo del estudio de la producción
literaria patria, a juzgar por los compendios bibliográficos de los currículos
escolares (¿cuándo caerán autoras en Selectividad?) o por el mero hecho de que
una novela tan importante como la de Luisa Carnés haya tenido que ser
redescubierta hace apenas año y medio por una pequeña editorial (¡nunca
terminaremos de agradecérselo a Hoja de Lata!).
“Tea
Rooms” se encuentra con dos resistencias a su inclusión como bien podría merecer
en nuestro canon literario: ha sido escrita por una mujer y además es una
novela social y claramente política, en ella se respira la ideología de su
autora, expresada a través de los pensamientos de su personaje principal. Era
inevitable que no superase la nueva inquisición (está si auténtica) del
franquismo, y parece que será difícil que supere el rechazo visceral que los intelectuales
e insignes literatos como Vargas Llosa o Javier Marías sienten ante todo atisbo
de revisión feminista, criterio social o sensibilidad de tipo “ideológico” en
el ámbito de la crítica y la producción literaria y cultural.
“El
más resuelto enemigo de la literatura es el feminismo”, es la última (que no
definitiva) frase lapidaria que nos ha regalado la casi tradicional columna
dominical antifeminista (el domingo ya no es domingo sin que un insigne “señoro”
se queje desde su tribuna en la prensa escrita de un feminismo censor y
victimista). Esta vez es Vargas Llosa el que advierte desde un descarado libelo
a la escritora Laura Freixas titulado “Nuevas Inquisiciones” de las graves consecuencias de hacer caso a
las reivindicaciones feministas: “Juzgar la literatura desde un punto de vista
ideológico nos traería controles y censuras que acabarían con la literatura.
Con este tipo de aproximación a una obra literaria, no hay novela de la
literatura occidental que se libre de la incineración”. Va a ser verdad que
volvemos a la Edad Media, pero más que porque las feministas hayamos rescatado
las antorchas y la quema de libros, porque nos están saliendo profetas
flagelándose y anunciando el Apocalipsis de debajo de las piedras.
¡Arrepentíos, histéricas!
Me
niego a rebatir algo tan absurdo e irreal como que las feministas estamos
exigiendo que se prohíban libros o se retiren obras de arte. No vale la pena
entrar al trapo de tamaña ridiculez. Pero sí creo útil y muy necesario explicar
por qué el feminismo es, al contrario de lo que el Nobel peruano cree, un buen
amigo de la literatura y de todo el arte en general.
A
menudo nos dicen que si los manuales de Literatura, Historia del Arte o
Filosofía apenas recogen autoras es porque hay muy pocas o porque las que hay
no son lo suficientemente relevantes como para ser incluidas en ellos. Desde
luego, a lo largo de la historia ha habido muchísimas menos autoras que autores.
Es un hecho indiscutible. Sin embargo, sí existen muchísimas más de las que se
nombran (volvamos al caso de Luisa Carnés) y la menor relevancia de sus obras está muy
lejos de ser un hecho indiscutible. Es en realidad una interpretación muy
discutible y me atrevo a decir además que una gran enemiga de la literatura.
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LA editorial Hoja de Lata rescató la novela de la autora Luisa Carnés, olvidada entre las escritoras olvidadas de la Generación del 27 |
Como
nos descubrió la historiadora Gerda Lerner en “La Creación del Patriarcado”,
obra que debería ser “vademécum” de cualquier feminista y de cualquier persona
mínimamente interesada en la Historia de la humanidad, la exclusión de las
aportaciones de las mujeres del reconocimiento histórico ha sido el impedimento
más importante al desarrollo tanto de una conciencia colectiva de las mujeres
como de la independencia y autonomía propia que les permitiese desempeñar
carreras profesionales o artísticas similares a los hombres. “La ignorancia de
su propia historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de
mantener subordinadas a las mujeres”, afirma Lerner. “Las mujeres no tenían
historia, eso se les dijo y eso se creyeron, que nunca ha habido personas como
ellas que hubieran hecho algo importante por sí mismas”, algo digno de ser
recogido históricamente. Por una simple cuestión numérica (sí qué pesadas nos
ponemos con eso de que somos LA MITAD de la población mundial, pero más pesa el
empeño en tratarnos como una minoría) es inconcebible que hubiese ocurrido
ningún hecho histórico en todo el mundo sin que hubiese mujeres activamente
involucradas en él, pero siempre hemos sido y hoy en día seguimos siendo las
grandes ausentes en los libros de Historia. Gerda Lerner da con una de las
claves del mantenimiento a lo largo de tantos siglos de la posición de
desventaja de las mujeres con respecto a los hombres: la hegemonía masculina en
el sistema de símbolos. La carencia de referentes femeninos del pasado que
hayan vivido sin protección masculina o trascendido fuera del hogar nos ha
lastrado a la hora de imaginar y construir nuestras alternativas de futuro y ha
contribuido a naturalizar nuestra inferioridad como agentes históricos. ¿Cómo
vamos a liderar una revolución si ninguna mujer la ha liderado? Si ninguna
mujer ha escrito ningún tratado o novela que pueda considerarse gran clásico
universal de la filosofía o literatura, será por algo, ¿no?
La
negación a las mujeres de su propia historia, y su continua exclusión de la
Historia con mayúscula, ha reforzado que aceptasen la ideología del
patriarcado, y ha minado su autoestima. Esto ha tenido un claro efecto en el
campo de la creación artística: las mujeres creativas siguen teniendo que
enfrentarse a una realidad cercenada y que atreverse a crear viéndose a sí
mismas como intrusas en un mundo de hombres. De este modo, sigue siendo más
difícil para nosotras decidirnos a ser escritoras, pintoras, cineastas,
fotógrafas…El canon oficial de toda disciplina artística ocupado por hombres a
excepción por regla general de un par de mujeres nos obliga a ser eso,
EXCEPCIONALES. Debemos poseer unas capacidades extraordinarias para poder
entrar en el club privado masculino que es la creación simbólica y la
explicación del mundo: ciencias, artes, filosofía… en fin, todo eso que en teoría nos distingue como seres humanos del resto de seres vivos. Esto
significa que el patriarcado ha funcionado como una auténtica trituradora de
autoras, con el consiguiente daño para la literatura.
¿Cuántas
grandes novelistas, poetas, ensayistas… nos hemos perdido y nos seguimos
perdiendo por culpa de un canon literario definido a partir de los textos
bíblicos, los clásicos grecorromanos y Shakespeare? Eso no parece importarle a
los que se preocupan tanto por preservar la riqueza y crecimiento constante del
corpus literario. Todos parecen obsesionados por el hecho (totalmente
inventado) de que en 2018 sería muy difícil que ninguna editorial se atreviese
a publicar Lolita (Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas y parece que
único faro que guía la literatura contemporánea) mientras les da absolutamente
igual el torrente de libros que jamás han sido escritos por culpa de un orden
social injusto.
Es
evidente que no solo la construcción simbólica de una Historia sin mujeres nos
ha impedido el acceso a la creación. Además de las prohibiciones y represión
directa que las mujeres hemos sufrido durante siglos, nuestro rol social de
madres y cuidadoras nos ha mantenido y mantiene apartadas de la empresa de
crear pensamiento abstracto. Ellos han podido dedicarse a tiempo completo a
elaborar hipótesis y cosmovisiones y a escribir novelas de varios tomos porque
nosotras nos ocupábamos de sus necesidades físicas y emocionales y de las de su
prole. Hoy, la mayoría de mujeres con inclinaciones artísticas (o de cualquier
tipo fuera del trabajo doméstico y reproductivo) continuamos luchando contra un
tiempo fraccionado, abocadas a la creación intermitente. Creedme, no es fácil
inspirarse entre pilas de ropa sin planchar y berrinches de criaturas. “Ya no
estamos en la Edad Media”, enseguida me responderán los mismos que para lo que
les conviene recurren a un supuesto “revival” medieval. Cierto, ahora las
mujeres somos “libres” para crear, pero seguimos lastradas por el síndrome de
Cenicienta, solo podemos ir al baile si conseguimos terminar a tiempo todas
aquellas tareas con las que la sociedad nos sigue sobrecargando. La realidad
refuta esa supuesta libertad creativa.
Por
lo tanto, el feminismo en su vertiente más reivindicativa, demandando el
reparto igualitario de los cuidados, visibilizando ese trabajo reproductivo
oculto y no remunerado con iniciativas como la Huelga del 8 de marzo, también se
alía con la literatura. Una sociedad más igualitaria democratizará el acceso a
la creación y duplicará por fuerza el número de artistas y por lo tanto de
obras. Pone fin a la genialidad desperdiciada sirviendo a los genios.
Ninguna
feminista ha pedido jamás que se alteren o eliminen obras, simplemente hemos decidido
abordarlas y estudiarlas desde más puntos de vista que el de los valores estéticos,
ahora que sabemos que dichos valores que supuestamente determinan la calidad
literaria no son objetivos, porque han sido definidos exclusivamente por
hombres con el privilegio de pertenecer a la “academia”, que no será otra cosa
que una institución jerárquica y patriarcal mientras no se democratice de
verdad tanto la creación artística como el estudio de la misma. La insistencia
de Vargas Llosa de mantener separada la estética de la ideología o de cualquier
valor social o ético no es nueva, y tampoco los repetidos vaticinios de la
muerte de la literatura a manos de nuevas perspectivas críticas como la de
género, la marxista, la decolonial o la semiótica. Uno de los críticos
literarios más influyentes de nuestro tiempo, Harold Bloom, ya hablaba en los
90 exactamente en los mismos términos utilizados por Vargas Llosa, en su obra “El
canon occidental”, conocida por su listado de 26 autores imprescindibles (23
hombres y 3 mujeres, cómo no) y cuya tesis podría resumirse en que la evolución
de la creación literaria consiste en señores midiéndose las plumas con
Shakespeare (cuya obra es para Bloom cima absoluta e irrepetible de la
literatura). Este crítico y teórico literario estadounidense etiquetó como “Escuela
del Resentimiento” a todas las corrientes de crítica literaria que no se
limitaban a los preceptos de la calidad estética (maestría del lenguaje
figurado, originalidad, exuberancia de la dicción…). Lo que Bloom identifica
como común a todas esas teorías perniciosas que pretender adocenar la escritura
y la libertad creadora, entre las que se encuentra la feminista, es su
tendencia a utilizar criterios sociales o históricos a la hora de evaluar tanto
las obras como a los autores merecedores de conformar el estándar rector de la
creación literaria al que se supone que todo escritor busca parecerse. Venga,
no seamos resentidas y agradezcámosle que incluyese a Jane Austen, Virginia
Woolf y Emily Dickinson en su lista VIP.
Desde
el momento en que quien decide qué tiene valor estético y qué no lo tiene es
quien tiene el poder para hacerlo, y que a lo largo de la historia solo lo ha
tenido una élite cultural formada por hombres ricos y blancos, la objetividad
de esos valores no existe. La estética responde además siempre a la
subjetividad, está afectada por el contexto histórico, la moral y la ideología
dominante en cada época. El sesgo es inevitable, por lo tanto no solo es
imposible separar la estética de la política, de la historia o de la ideología,
sino que es deshonesto. Las nuevas corrientes críticas, como las que tienen en
cuenta la perspectiva de género o la de clase, vienen a aportar honestidad: a
reconocer que toda creación es ideológica en sí misma porque responde a una concepción específica del mundo y a señalar qué atributos
de la forma y el fondo responden a dicha ideología concreta. Además, dejan al
descubierto que se ha utilizado el canon y su falsa objetividad como arma de
justificación de una supremacía literaria, para legitimar una posición
privilegiada en el mundo literario. Si peligra el canon peligra el statu quo, de ahí el rechazo a reconsiderar y revisar sus criterios críticos y de
clasificación y estudio de la literatura. Que la medida de calidad deje de ser
en exclusiva esa entelequia estética que pretenden los Llosas y Marías no
traerá el fin de la literatura, sino el fin de la jerarquía y la endogamia del
mundo literario y artístico, confunden el fin del mundo con el fin de SU mundo,
ese que creen que es de su propiedad, que les pertenece solo a ellos por
derecho.
“Demasiadas
abstracciones literarias que pretenden ser universales han descrito solo
percepciones, experiencias y opciones masculinas y han falsificado los contextos
sociales y personales en los que la literatura es producida y consumida”, nos
recuerda Elaine Showalter, una de las pioneras de la crítica literaria
feminista. Las obras consideradas como “clásicos” son aquellas que se elevan de
la narración concreta a los grandes temas universales de la humanidad, como el Amor o la Muerte, pero esos grandes temas no han significado lo mismo para las
mujeres que para los hombres, por ejemplo (sin ir más lejos el amor para
nosotras ha sido un trabajo y una carga, para ellos liberación e inspiración).
Nos enfrentamos de manera diferente a lo que se consideran los grandes retos
vitales porque nuestra subjetividad está mediatizada por nuestras funciones
sociales, que han sido divididas y repartidas por sexo, género, origen. El feminismo,
el marxismo, el antirracismo… ponen en duda la existencia de algo como
literatura universal, porque ha sido literatura escrita por seres humanos
liberados de toda carga cuyos personajes protagonistas son mayoritariamente otros
seres humanos liberados de toda carga; con tiempo, dinero, poder o autonomía suficiente
para declarar guerras, sentir angustia existencial, buscar tesoros, emprender
aventuras, vivir amores imposibles o “desfacer entuertos”.
Solo
facilitar el acceso a la creación y mejorar la representatividad de las
ficciones, no como imposición sino como consecuencia lógica de un cambio de
mentalidad que supere los prejuicios patriarcales (entre otros) universalizará
de verdad la literatura, que no conocerá límites y será precisamente como
quiere Vargas Llosa: “genuina, subversiva, incontrolable”. Es ahora cuando es “políticamente
correcta”, al seguir reproduciendo consciente o inconscientemente los
automatismos de la ideología política del sistema en el que está inserta (el patriarcado
en la versión 4.0 del capitalismo neoliberal). Contra las viejas dominaciones,
explotaciones, discriminaciones e inquisiciones; simplemente traemos nuevas
inclusiones. Empezando por recuperar a las autoras “perdidas” (más bien borradas)
como Luisa Carnés. Escribimos nuestra Historia para que seamos cada vez más
escribiendo historias.
Totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarMe ha parecido una reflexión muy bien escrita, muy lúcida y muy elocuente. Como hombre, creo que nos hacen falta más voces así. Por cierto, me comentan que la editorial Renacimiento va a publicar los cuentos completos de Luisa Carnés.
ResponderEliminarApreciada Carmen, por si alguien desea ampliar sobre tu extenso informe más aspectos de Luisa Carnés, pongo aquí enlace a los resultados del buscador de publicaciones científicas de dialnet respecto a su persona:
ResponderEliminarhttps://dialnet.unirioja.es/buscar/documentos?querysDismax.DOCUMENTAL_TODO=%22Luisa+Carn%C3%A9s%22
Fdo. @David_Senabre_L