“Nunca he conocido a nadie con tu
potencial, con la ayuda adecuada llegarás muy lejos.” “No me había pasado con
nadie antes, pero no puedo evitar decirte que tu sonrisa me distrae de nuestro
trabajo.” “Me encantaría dirigir tu tesis, tus argumentos son brillantes, casi
tanto como tu mirada, no me lo tomes a mal, pero es irresistible.” “No te has
dado cuenta de lo mucho que vales y de lo guapa que eres, no me malinterpretes,
no intento ligar contigo, simplemente me sabe mal que tu autoestima no vaya
acorde a ti.” “Es superior a mis fuerzas, pero además de lista eres preciosa, y
lo sabes.” “No creas que les digo esto a otras, contigo es distinto.” “No les
hagas caso a las demás, te tienen envidia.” "Tú eres especial, no eres como las demás".
¿Cuántas veces os han dicho
frases como estas vuestros profesores, jefes, compañeros de trabajo, monitores,
caseros, repartidores, camareros, señores que pasaban por allí? Todas hemos
sido alguna vez la alumna favorita, la becaria brillante, la empleada del año,
el descubrimiento del siglo, la “chica especial” de algún hombre con el que no
manteníamos ningún tipo de relación más allá de la estrictamente profesional o
la de haber coincidido en el espacio-tiempo.
Sin embargo, sí somos como todas
las demás, no poseemos ningún don extraordinario, o superpoder que obligue a
los hombres a olvidar el mínimo civismo y las leyes del decoro ante nuestra
presencia, que les fuerce a sentir y expresar un deseo sexual irrefrenable hacia
nosotras, a hacer proposiciones fuera de tono y lugar, a emitir comentarios
sobre nuestro aspecto, a intentar que mantengamos relaciones sexuales con ellos
o a dejarse llevar por el impulso de forzarnos. Somos una más, nada en nuestro
físico o personalidad causa que acabemos siendo víctimas de acoso y abuso en
nuestro entorno laboral, académico, lúdico, en casa o en el metro; aunque el “mito
de la chica especial” sitúe convenientemente en nosotras la causa y de paso, la
maldita culpa.
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El mito de la "chica especial" sitúa la culpa del abuso en las mujeres víctimas |
A pesar de ser personas
corrientes, más tarde o más temprano llega siempre ese momento en la vida de
toda mujer en la que tiene que pagar el peaje sexual. Es el precio que tenemos
que pagar las mujeres por no quedarnos eternamente encerradas en casa, tener un
trabajo e interacciones sociales. Lo que se entiende por una vida normal, vaya.
En mayor o menor medida, no hace falta
haber sufrido abusos sexuales en la infancia por parte de un familiar o haber
sido violada por un famoso productor de Hollywood, todas (sin excepción) hemos
tenido como mínimo que sentirnos incómodas por comentarios lascivos que no
venían a cuento o por toqueteos y besos abruptos e inesperados.
La cosa va más allá del jefe
sátiro que babea tras los culos de sus empleadas o del director de casting que
necesita ver más carne y “palpar el género” para seleccionar a la mejor para el
papel, esos “bribones” a los que todas (y todos) tenemos identificados e
intentamos evitar en la medida de lo posible, que forman parte del folclore y
cubren el inevitable porcentaje impúdico y rijoso que se supone que tiene que
haber porque en este mundo tiene que haber de todo. No, todo hombre, lo ejerza
o no, posee una especie de derecho de pernada por el mero hecho de ser hombre,
porque vivimos en un sistema basado en la dominación sexual del hombre sobre la
mujer. Existe un orden sexual no escrito (o no escrito de forma explícita pero
sí implícita en muchas leyes, normas, contratos…) que establece al hombre como
sujeto de la sexualidad (y de lo que sea) y a la mujer como objeto, adorno,
recipiente.
La violencia sexual en todas sus
formas no consiste en actos criminales aislados, delitos execrables que todo
ciudadano decente denunciaría. El problema es que la mayor parte del acoso,
abuso y violencia sexual que sufren las mujeres no es visto ni entendido como
tal. Que los hombres traten a las mujeres y su cuerpo como parte del patrimonio
público, como si de mobiliario urbano se tratase, sometido siempre a su
evaluación y sello de aprobación, por ejemplo, es una expresión más de ese
impuesto sexual que recae sobre las mujeres. Que nuestros atributos físicos y atractivo
sexual forme permanentemente parte del todo entendido como valía profesional,
también, sea o no una profesión la que ejerzamos en la que la imagen tenga un
componente social preeminente (actriz, modelo, azafata, presentadora…).
El entramado cultural, jurídico,
sociopolítico, económico que conforma nuestra sociedad patriarcal y
androcéntrica lleva incorporada de serie la violencia sexual como parte de un
régimen de control de los hombres sobre las mujeres, o si resulta demasiado
duro así expresado, un factor clave que determina las formas en que interactúan
socialmente hombres y mujeres, y que también afecta al modo de desear y vivir
la sexualidad masculina y femenina. No es la excepción, es la regla. El abuso
no es una aberración del sistema, está institucionalizado y es una consecuencia
lógica del mismo.
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Portada de la revista TIME dedicada al productor Harvey Weinstein tras que se destapase su trayectoria de abuso sexual a actrices |
Tras el caso de Harvey Weinstein,
calificado en primera instancia de “escándalo sexual”, son muchas las voces que
se han alzado para indicar acertadamente que no estamos ante un asunto de “sexo”,
es un problema de abuso normalizado y generalizado, una costumbre de dominación
masculina, es una cuestión de jerarquía social y de poder. Los hombres en
posiciones de autoridad nos acosan o nos violan porque PUEDEN, simplemente,
porque hay una ideología que deshumaniza y cosifica a las mujeres que acaba
legitimando y justificando su actitud. Y lo peor es que en una parte
significativa de los casos ni abusador ni abusada se están dando cuenta de que
forman parte de un abuso. Lo consideran la realidad objetiva, si dentro de un
sistema jerárquico es posible alguna objetividad. Hasta ese punto hemos
aprendido a convivir con ello.
Aquí y ahora, tras esa denuncia
casi unánime de la conducta abusiva de uno de los magnates de una de las
industrias más poderosas del planeta, no se trata de condenar lo obvio, la
comisión de delitos tipificados en el código penal, ni plantearlo como un
problema de seguridad y protección de la integridad física de las mujeres. Se
trata de aprovechar esta ola de denuncias para cuestionar todo el imaginario
social que permite que se sigan reproduciendo en 2017 este tipo de situaciones
que impregnan nuestra cotidianeidad, derrumbar los roles y estereotipos de
género, negarnos a que nuestra conducta, nuestras decisiones, incluso nuestra
personalidad se vea modelada y afectada por esa prerrogativa dominante
concedida a los hombres.
El caso de Weinstein es
paradigmático, porque no es sólo un hombre con poder, es uno de los hombres con
EL PODER de controlar y reproducir el relato cultural misógino y machista. Las
películas de Hollywood, la mayor maquinaria de propaganda del sistema
dominante, son producidas y realizadas por hombres como él. La élite masculina
de la industria cultural (majors, editoriales, medios de comunicación, sellos
discográficos) decide cómo se representa públicamente a las mujeres y cómo la sociedad
en general las percibe. ¿Cómo se va a representar a las mujeres sino como
objetos sexuales con este tipo de depredadores al frente del relato cultural? ¿Y cómo nos van a tratar sino como objetos sexuales si nos representan como tales? Hay
que romper la espiral, pinchar la burbuja desde todos los frentes, sin descanso,
reclamar cada espacio vetado a las mujeres, contestar cada desprecio, frenar
cada mano larga. Que se represente a las mujeres como seres humanos es
condición necesaria para acabar con la misoginia y la cultura de la violación. Que
nos llamen pesadas, quisquillosas, no dejemos de insistir en la perspectiva de
género en todos los ámbitos, también en la crítica cinematográfica y cultural.
Les guste o no, el arte es política. Ya no vamos a tragar más con que bajo la
excusa de la libertad artística o de expresión se siga apuntalando el
privilegio masculino.
Esto no es una caza de brujas, es
una “guerra de posiciones”, la lucha política feminista contra las convenciones
culturales machistas que sostienen todas y cada una de las injusticias
patriarcales. No dejemos de señalar ni denunciar la menor “chorrada inofensiva”,
ni una más para que no haya ni una mujer menos. Para que podamos vivir como
personas corrientes, y no como “chicas especiales”.
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