lunes, 11 de junio de 2018

La empatía es sexy (y feminista)

El #MeToo no ha sido un movimiento, sino un terremoto que ha desplazado los cimientos de la concepción hegemónica del sexo. Gracias a todas las que se atrevieron a levantar su voz contra los depredadores que creían que dentro de su cuota de poder iba incluída la correspondiente cuota de acceso sexual al cuerpo de las mujeres, las demás hemos empezado a repasar mentalmente todos nuestros encuentros sexuales pasados y a verlos a la luz del feminismo. Disipada la oscuridad del miedo y la vergüenza, del sentido del deber y la exigencia de cumplir ciertas expectativas, ¿cuánto del sexo que hemos mantenido ha sido porque nos apetecía a nosotras? ¿Cuánto ha sido realmente voluntario, deseado, libre de chantaje emocional, de desequilibrio de poder, de convenciones sociales, de cualquier tipo de presión? Y entre ese, ¿cuánto ha sido plenamente disfrutado y placentero? ¿Cuántas veces se han tenido en cuenta nuestras preferencias y sugerencias, cuántas se han respetado nuestros límites, cuántas empezaron porque nosotras quisimos y terminaron cuando ya no quisimos? Todas estas son preguntas que desbordan el concepto de “consentimiento”, que cuestionan lo que antes considerábamos como normal o aceptable, y que han enfocado esa zona borrosa en la que el sexo consentido puede conventirse en abuso sexual o incluso violación.
Desde que las mujeres hemos dado un paso más allá de denunciar la violencia sexual penalmente tipificada y hemos recuperado la radical y sana costumbre de hablar de relaciones sexuales como un terreno atravesado como cualquier otro por la desigualdad de género (las camas y las alcobas no quedan fuera del patriarcado, de hecho, casi se podría decir que el patriarcado se fundó en ellas); los hombres han comenzado a responder con una preocupación recurrente: las exigencias de las feministas van a hacer del sexo algo mecánico y burocratizado. Insisten en que tendrán que tramitar certificados para poder follar y en que los polvos pasarán a ser intermitentes y aburridos, pues habrá que pararse cada minuto a preguntar si la otra persona se siente cómoda y si se puede continuar. Los profetas del apocalipsis sexual anuncian que nosotras acabaremos con cualquier elemento de misterio o sorpresa, los futurólogos vaticinan que follaremos como robots o sin tocarnos, a través de cascos como los que utilizaban Sandra Bullock y Sylvester Stallone en Demolition Man. Todo ello solo porque las mujeres hemos empezado a pedir reciprocidad, deseo y satisfacción mutuos, correspondencia en la atención al otro, que las relaciones se desarrollen en un ambiente de confianza y seguridad, observación y escucha activa para evitar lo que nos haga sentir incómodas o violentadas, en una palabra: empatía.
No sé a vosotras, pero a mí me parece muy problemático que haya tantas personas que consideren aburrido y farragoso proporcionar un trato humano a aquellos con quienes se relacionan, sea sexualmente o de cualquier otro modo. El hecho de que los hombres digan que les baja la líbido tener que preocuparse por el bienestar de sus parejas sexuales, prestar atención a las reacciones que sus actos generan en ellas, tener que comunicarse de forma fluída y mostrarse receptivos y dispuestos a consensuar todas las prácticas; da miedo. Sí, mucho miedo, porque eso significa que es posible que no dejen de hacer algo si se lo pedimos, que no se detendrán ni se sentirán mal si nos notan asustadas o doloridas, que no les importará si algo no nos gusta y que incluso les guste y les excite el hecho de que nosotras no estemos excitadas. Cierto que un hombre ensimismado en su propio placer y comodidad no es sinónimo de violador, pero cuando uno está centrado en sí mismo, en satisfacer sus deseos sin atender a lo que la otra persona pueda estar sintiendo, sin tomar en consideración cómo le afecta lo que está haciendo y sin responder en consonancia a ello, es más que probable que acabe cometiendo algún abuso y sí, violando.
Artículo publicado el 11 de junio de 2018 en Kamchatka.es