lunes, 21 de abril de 2025

Un dolor real en una película que suena falsa



         Debería haberme encantado una película como #ARealPain que trata sobre la relación entre dos primos carnales que crecieron como hermanos pero que el paso del tiempo y la vida adulta ha distanciado. Debería entusiasmarme esta tragicomedia en forma de road trip con tintes de Alexander Payne y Noah Baumbach que va más allá de la típica crisis existencial de la mediana edad para analizar de cerca la amistad masculina y reflexionar sobre la expresión de la vulnerabilidad de los hombres.


                   David, el adulto serio y responsable ya casado y con un hijo (interpretado por el más “woodyallenesco” Jesse Eisenberg) logra hacer un hueco en su apretada agenda de conciliación entre su éxito laboral como agente comercial de anuncios digitales y su paternidad presente, para acompañar a Benji (encarnado por un Kieran Culkin que nos ofrece la versión low cost del Roman Roy de #Succession), la oveja negra sin trabajo y sin pareja estable que todavía fuma porros y vive en el sótano de su madre; en el viaje que tienen pendiente a Polonia desde la muerte de su abuela para conocer sus raíces. A pesar de sus diferencias hay cariño sincero y complicidad entre los dos, David se preocupa de verdad por la salud mental de Benji aunque lo haga de modo paternalista, y Benji también se lo agradece de corazón e idolatra a David, aunque los cumplidos que a menudo le lanza resulten ser dardos envenenados. A David le exaspera la inmadurez e impulsividad de Benji, que siempre expresa lo que siente y piensa sin importarle que pueda incomodar a los demás, y a Benji le decepciona la distancia emocional de David, que ha anestesiado al niño sensible y curioso que fue con ansiolíticos y férreo autocontrol. Ante la mirada condescendiente y hastiada de David, las lágrimas de Benji brotan siempre que algo le entristece y sus carcajadas estallan en cuanto algo le hace gracia. Odia o ama, nada le es indiferente, y expresa ese odio o ese amor sin filtro. Mientras tanto, David se esfuerza en no llamar la atención y en disculpar con su lenguaje corporal lo que considera exageradas reacciones y demasiado firmes opiniones de su primo.      

 


           A pesar de resulta polémico y llegar a molestar a la gente con la que se encuentra, Benji tiene gran facilidad para empatizar con desconocidos y conectar con su verdadera personalidad oculta tras la fachada de convenciones sociales, a base de sacudirles con sus bofetadas verbales de realidad. Benji aprendió esa sinceridad de su querida abuela Dory, a la sazón superviviente del Holocausto nazi y “su persona favorita”  a pesar de que ella también le propinó alguna bofetada literal. La quería tanto que desde que murió arrastra una profunda depresión. David, acomplejado e introvertido, envidia en secreto esa honestidad y don de gentes de Benji, no entiende que lo que considera faltas de respeto y salidas del tiesto funcione también como carisma y poder de seducción. Su intención con este viaje, que aunque financiado por la herencia de su abuela ha sido organizado, cómo no, por el meticuloso David, más que recuperar el vínculo con su primo y acompañarle en su duelo, es espabilarle y sacarle de lo que considera una melancolía narcisista a través de mostrarle el verdadero sufrimiento, el “dolor real” de los horrores y las torturas infligidas al pueblo judío durante el exterminio planificado por la Alemania Nazi. Para ello contrata un tour por los monumentos históricos que conservan la memoria de aquel genocidio, que culmina en Madjanek, el campo de concentración contiguo a la ciudad polaca de Lublin, el único que ha llegado íntegro hasta la fecha, con sus “duchas”, hornos crematorios y cámara de gas intactas; porque la entrada del Ejército Rojo pilló a los nazis por sorpresa y no les dio tiempo a destruir pruebas de los asesinatos masivos y sistemáticos como sí lograron hacer en lugares como Auschwitz. Esa especie de trampa lógica y aplastante que David ha tendido no logra quebrar el espíritu indomable y crítico de Benji. Él quería ir a Polonia a observar cómo vivían los judíos polacos, a intentar aprehender la parte de su abuela que nunca pudo conocer y que la convirtió en la persona que él conoció y siempre admiró, a acercarse a esa niña y al hogar en el que creció.  


               Los datos históricos y las fechas, las estadísticas y mausoleos no le hablan del dolor de su abuela, a Benji no le parecen reales, sino una forma hipócrita de la sociedad post-Holocausto de aliviar el sentimiento de culpa. Un método burocrático de saldar una deuda con un pueblo masacrado que jamás podrá ser saldada por mucho que contemos montañas de pares de zapatos y miremos de frente las manchas azules que dejaba en las paredes el mortífero Zyklon-B, porque en su momento todo el mundo miró durante demasiado tiempo hacia otro lado. Benji no se corta en hacer ver esa hipocresía e impostura del turismo de tragedia, vivido desde la comodidad de hoteles de lujo, restaurantes típicos y trayectos en “primera clase”; tanto a su guía turístico como al resto del grupo de viajeros que les acompañan a él y a su primo, todos descendientes de judíos que emigraron a Estados Unidos salvo un único personaje, un superviviente del genocidio de Rwanda, que aunque convenientemente convertido al judaísmo, es el único elemento del guión que nos recuerda que el judío no es el único pueblo que ha sufrido persecución e intentos de ser totalmente borrado de la faz de la Tierra.   


               La autenticidad y calidez que se respira en lo íntimo se traduce en falsedad y frialdad en lo político de la película. A pesar de que su guión parte de una buenísima idea, la de criticar la mercantilización y la explotación turística de los crímenes de lesa humanidad como el Holocausto con la excusa de preservar la memoria y honrar a las víctimas, no va mucho más allá de su enunciación sin profundizar en la misma y se limita a encadenar lugar comunes como la endiosada resiliencia tras el trauma. Comparto al cien por cien la opinión sobre la resiliencia de la escritora Neige Sinno, que en su obra “Triste Tigre” reflexiona sobre los abusos sexuales que sufrió en su infancia por parte de su padrastro: “Odio la idea de que algunas personas consiguen salir adelante y otras no, y que superar el trauma es un objetivo moralmente loable. Esa jerarquía que hace que el resiliente sea sobrehumano en comparación con el que no puede afrontarlo me repugna”.


               A lo largo de la película se hace hincapié en esa superioridad moral del pueblo judío, que a pesar de haber vivido la experiencia más terrible que se puede vivir ha logrado convertir ese enorme sufrimiento en su mayor virtud, aprendiendo a salir reforzado de toda adversidad. Llegados al punto del metraje en el que todos los miembros del grupo relatan con admiración cómo sus ancestros lograron hacer fortuna con esfuerzo y audacia y cómo además lo hicieron sin quejarse ni una sóla vez de su mala suerte, para cualquier espectador que no sea un robot es imposible no sentirse como Benji, que abandona la mesa cabreado después de que su primo David recuerde un dicho de su abuela: “Los inmigrantes de primera generación hacen trabajos manuales como conducir taxis o repartir comida a domicilio, los de segunda generación estudian en buenos colegios y se convierten en abogados o doctores y los de tercera generación viven en el sótano de su madre y se pasan el día fumando hierba”. La propaganda de la meritocracia se hace evidente y el discurso que divide a las víctimas en buenas (las fuertes y luchadoras) y las malas (las victimistas y quejicas) se hace más bola si cabe si tenemos el contexto actual, que por otra parte es el mismo en el que se ambienta la trama. No es posible ver a estos nietos de supervivientes del genocidio judío sin acordarse de que muchos otros de esos nietos están ahora mismo perpetrando otro genocidio contra otro pueblo, el palestino. No es verosímil que en un viaje como ese no se mente en ningún momento a la bicha Israel y está claro que no se incluye porque sería todavía menos verosímil que un personaje tan brutalmente honesto y sensible como Benji no hiciese ningún comentario al respecto sobre la paradoja de que haya tanta gente capaz de hacerle a otra las mismas atrocidades que les hicieron a sus abuelos. 


         Que la película se mantenga en todo momento en una burbuja de contención para eludir cualquier atisbo de actualidad, su empeño por parecer apolítica, la acaba convirtiendo en un producto falso y manipulador que tiene muy claro de qué lado está aunque se cuide mucho de no poder ser tachada de explícitamente sionista, ya que no puede obviar que su distribuidora es una filial de Disney, multinacional que ha aportado financiación millonaria a lo que considera la “lucha de Netanyahu contra el terrorismo”.      


            El campo de exterminio de Madjanek es el primero que aparece realmente en una película, no es un escenario recreado. Estaba a tan sólo tres kilómetros del centro de la ciudad, no sólo desde muchos puntos de la ciudad se podía ver perfectamente, sino que al silencioso campo llegaba el bullicio urbano. Los prisioneros eran perfectamente conscientes de que la vida seguía para el resto de ciudadanos polacos, con sus rutinas y sus fiestas y sus mercados y su tráfico, mientras para ellos la vida tal como la conocían jamás volvería a reanudarse. ¿Acaso no es la misma sensación de desesperación y abandono que están experimentando los gazatíes al observar en tiempo real desde sus redes sociales cómo el resto de habitantes del planeta publica fotos de comida, reuniones familiares, partidos de fútbol, selfies en los que estrenan “outfit”… mientras ellos amanecen a diario entre ruinas y cuerpos desmembrados? 


           Su inabarcable y terrorífico dolor no anula nuestros dolores cotidianos, no hace de menos nuestras dificultades para llegar a fin de mes o para encontrar una vivienda, nuestras enfermedades y pérdidas de seres queridos, ni siquiera nuestras pequeñas preocupaciones diarias. Por supuesto que no. Nuestro dolor importa, nuestra tristeza importa, si algo es inútil es comparar y jerarquizar dolores. El dolor presente de Benji importa tanto como el de su abuela en el pasado, mal que le pese a su primo David. Anestesiar el dolor propio en aras de un supuesto bien común, de adaptarse al sistema y sobrevivir en él, sólo contribuye a echar más tierra todavía sobre los grandes dolores como el del genocidio palestino y volver a mirar una vez más hacia otro lado. Nadie prefiere estar solo con su dolor, es algo que Benji le dice directamente a David aunque al final de la película este parece no haberse enterado. Los dolores íntimos, nuestras supuestas enfermedades mentales, deben manifestarse y organizarse políticamente para hacer ver que lo que está realmente enfermo es este sistema en el que es posible abstraerse de la destrucción total de pueblos enteros en nombre de conceptos como la democracia o la paz. 


             Por eso es inaceptable ese discurso moralista y propagandista que expone sin pudor y sin ápice de crítica #ARealPain en el que se hace posible extraer fructíferas lecciones de vida, como el afán de superación o aprender a valorar lo verdaderamente importante, de experiencias como la tortura o la persecución de tu etnia, porque acaba aplicando el mismo mecanismo de justificación que utiliza el sionismo para los crímenes de lesa humanidad perpetrados por Israel. No existe el lado bueno de la guerra, de la pobreza, de la hambruna, del genocidio. No hay forma humana de justificar algo como humillar y masacrar sistemáticamente a población civil, la crueldad no puede ser nunca un medio para alcanzar un fin superior por muy benévolo que este pudiera parecer.