La última empresa en la que trabajé era
una muy pequeña, en realidad como todas en las que he trabajado*. La
plantilla la formábamos cuatro mujeres menores de 30 años. No cuento
entre el personal laboral a nuestro jefe de 60 años, porque aunque se
pagaba a sí mismo un salario como gerente, como buen “empresaurio”
español medio, no hacía nada más que entorpecer el trabajo de sus
asalariadas, a las que cómo no, llamaba “sus niñas”.
No procederé a elaborar un catálogo descriptivo de los agravios sexistas
que sufrimos por parte de aquel típico ejemplar del actual empresariado
patrio, porque no dispongo del espacio suficiente y porque sé que
escribo para una audiencia capaz de imaginar con mucha precisión cuán
agradable podría resultar la jornada de cuatro mujeres profesionales
jóvenes con este patrón al mando. Sin embargo, creo necesario compartir
un par de momentos álgidos de mi relación contractual con dicho
espécimen: las presiones recibidas para reducir mi nómina después de que
conoció la profesión de mi marido porque según él “tú no necesitas
cobrar tanto” y la insistencia durante mi embarazo en que debería
trabajar desde casa en mi baja de maternidad, invitándome a un fraude a
la Seguridad Social en nombre del “ya sabes que tal como están las cosas
las empresas no pueden permitirse trabajadoras embarazadas”.
Esa relación no duró mucho más allá de
cuando di a luz, porque debido al (más que esperado) trato recibido
durante el permiso maternal cursé la debida denuncia por discriminación
tras la correspondiente consulta con mi sindicato y todo acabó a las
pocas semanas en indemnización por despido improcedente.
Mi experiencia en anteriores empresas ya
me había enseñado lo que significa ser, además de asalariada, mujer:
partimos de una educación en la que el ideal del comportamiento femenino
consiste en agradar y cumplir las expectativas ajenas; si opinamos con
vehemencia se nos cuelga el “sambenito” de conflictivas; no se incentiva
precisamente que seamos más eficientes que nuestros compañeros de
trabajo varones o que desarrollemos mejores dotes de liderazgo; sufrimos
las dinámicas de funcionamiento de estilo familiar que se vive en las
PyME y que se traduce en un trato paternalista y de continuo chantaje
emocional hacia las mujeres; pende sobre nosotras el riesgo laboral
añadido del acoso sexual.
No obstante, esta última empresa fue la
mejor escuela, salí de ella con un Master en Conciencia de Clase y de
Género. Comprobé de primera mano que nosotras no somos consideradas
sujetos económicos autónomos, sino una extensión del hombre asalariado a
través del núcleo familiar. Fue en ella donde padecí por primera vez la
locura de una sociedad patriarcal que sigue sacralizando la maternidad y
el cuidado de la familia inserta en un modelo de producción que
penaliza y excluye a las mujeres que son madres.
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