lunes, 19 de febrero de 2018

La huelga de todas las trabajadoras

La última empresa en la que trabajé era una muy pequeña, en realidad como todas en las que he trabajado*. La plantilla la formábamos cuatro mujeres menores de 30 años. No cuento entre el personal laboral a nuestro jefe de 60 años, porque aunque se pagaba a sí mismo un salario como gerente, como buen “empresaurio” español medio, no hacía nada más que entorpecer el trabajo de sus asalariadas, a las que cómo no, llamaba “sus niñas”. 

No procederé a elaborar un catálogo descriptivo de los agravios sexistas que sufrimos por parte de aquel típico ejemplar del actual empresariado patrio, porque no dispongo del espacio suficiente y porque sé que escribo para una audiencia capaz de imaginar con mucha precisión cuán agradable podría resultar la jornada de cuatro mujeres profesionales jóvenes con este patrón al mando. Sin embargo, creo necesario compartir un par de momentos álgidos de mi relación contractual con dicho espécimen: las presiones recibidas para reducir mi nómina después de que conoció la profesión de mi marido porque según él “tú no necesitas cobrar tanto” y la insistencia durante mi embarazo en que debería trabajar desde casa en mi baja de maternidad, invitándome a un fraude a la Seguridad Social en nombre del “ya sabes que tal como están las cosas las empresas no pueden permitirse trabajadoras embarazadas”.

Esa relación no duró mucho más allá de cuando di a luz, porque debido al (más que esperado) trato recibido durante el permiso maternal cursé la debida denuncia por discriminación tras la correspondiente consulta con mi sindicato y todo acabó a las pocas semanas en indemnización por despido improcedente. 

Mi experiencia en anteriores empresas ya me había enseñado lo que significa ser, además de asalariada, mujer: partimos de una educación en la que el ideal del comportamiento femenino consiste en agradar y cumplir las expectativas ajenas; si opinamos con vehemencia se nos cuelga el “sambenito” de conflictivas; no se incentiva precisamente que seamos más eficientes que nuestros compañeros de trabajo varones o que desarrollemos mejores dotes de liderazgo; sufrimos las dinámicas de funcionamiento de estilo familiar que se vive en las PyME y que se traduce en un trato paternalista y de continuo chantaje emocional hacia las mujeres; pende sobre nosotras el riesgo laboral añadido del acoso sexual. 

No obstante, esta última empresa fue la mejor escuela, salí de ella con un Master en Conciencia de Clase y de Género. Comprobé de primera mano que nosotras no somos consideradas sujetos económicos autónomos, sino una extensión del hombre asalariado a través del núcleo familiar. Fue en ella donde padecí por primera vez la locura de una sociedad patriarcal que sigue sacralizando la maternidad y el cuidado de la familia inserta en un modelo de producción que penaliza y excluye a las mujeres que son madres.

Leer artículo completo publicado en La Marea:




No hay comentarios:

Publicar un comentario