sábado, 22 de julio de 2017

La figurita perfecta



Ayer amanecíamos sorprendidos por un artículo de prensa de tono decimonónico sobre Letizia Ortiz, en el que su autor la erigía en la reina perfecta, aludiendo a unos atributos muy concretos, todos ellos estéticos: “delgada, hierática, tez albina”; “disciplina mental y corporal”, “ninguna reina de Europa eleva la barbilla mejor”, “ingrávida”, “imagen etérea”. No es una novedad que existe un consenso mediático cuasi universal que considera a Letizia icono y encarnación de LA ELEGANCIA (sí, con mayúsculas), trono que parece compartir ex aequo con otras dos integrantes de la realeza, Rania de Jordania y Kate Middleton. Símbolos de amplio consenso de lo que se considera elegancia femenina han sido también en el pasado reciente Lady Di, Grace Kelly, Audrey Hepburn, Jackie Kennedy… Pero… ¿en qué consiste esa elegancia? ¿Cómo es una mujer calificada como elegante?


Pues no hace falta retrotraerse a manuales victorianos para descubrir que lo primero que se le exige a una mujer elegante es un riguroso control postural y gestual. Basta con acudir a cualquier revista actual o blog de estilo para encontrar artículos con recomendaciones del tipo de mantener siempre la espalda recta y los hombros hacia atrás, caminar con la marcha adecuada, moviendo sólo las piernas, sin balancear exageradamente brazos y caderas. Los consejos también suelen hacer referencia a la vigilancia de la gestualidad, que debe ser suave y delicada, sin aspavientos exagerados, procurando mostrar en todo momento una sonrisa amable y asentir ligeramente mientras se escucha al interlocutor. Lo de la “disciplina corporal”, concepto que tanto me llamó la atención al leerlo mientras desayunaba, no es pues una exageración de un periodista aficionado a la aristocracia, sino que está a la orden del día. Esa disciplina en los movimientos va en todo momento encaminada a dar la impresión de estar flotando, expresar gracilidad y fluidez, con un andar ligero como de bailarina de ballet. Así que lo de la “ingravidez”, “la imagen etérea” y la barbilla elevada también son requisitos vigentes para merecer el título de mujer elegante. 

Kate Middleton, duquesa de Cambridge, y Letizia Ortiz, reina de España



Por lo tanto, la ligereza, el ser una pluma, una sílfide; es indispensable para cumplir con el canon de elegancia. Parece que no hay forma humana de compatibilizar la elegancia con la gordura. De ahí que el autor, por más que a mí me impactase y me pareciese fuera de lugar, destaque la delgadez de Letizia. Esta apología de lo “light” me recordó al último ensayo de Gilles Lipovetsky, uno de los intelectuales que más ha reflexionado sobre la posmodernidad, que precisamente se titula “De la ligereza” (editado por Anagrama, 2016). En él descubre cómo el ideal estético en la moda femenina establecido en las últimas décadas (más o menos desde los años 20 del S.XX) es el de la ligereza, y explica cómo este está asociado no sólo a las lógicas clasistas de distinción social, sino a la ideología patriarcal que considera a la mujer el “sexo débil”. En esa ligereza tiene un papel central la delicadeza de los rasgos y formas, como “sublimación de los atributos naturales del sexo considerado inferior al hombre en fuerza”. Nosotras estamos destinadas a complacer y encantar, por lo que esa ligereza es la traslación estética de nuestra condición de elemento decorativo, servil y seductor. La obesidad se condena tanto en hombres como en mujeres por motivos de salud, principalmente, pero la ligereza es una cualidad impuesta sobre todo a lo femenino, como expresión de fragilidad y ternura natural. Como indica el propio Lipotevsky, esta lógica no hizo más que consolidarse con la era burguesa y su disyunción entre hombre-productor y mujer ornamento.


La elegancia pasa así por la esbeltez y el minimalismo; y la apariencia femenina ideal no ha cesado de tener vínculos muy estrechos con el ideal de ligereza estética. Pensad en hombros desnudos y espaldas al aire, vestidos de cóctel de tirantes finos, tacones altos o de suelas planas con el empeine al descubierto, tejidos vaporosos como sedas, tules, rasos y gasas; faldas fluidas y flotantes, blusas sinuosas, transparencias estratégicas, en definitiva apariencia de ninfa o bailarina. La elegancia femenina es sinónimo de lo ingrávido y aéreo, lo que equivale también lo joven y lozano. Esa juventud pueril y virginal, lánguida y etérea, ingenua y melancólica; es otro imperativo en el ideal estético aplicado a la mujer. No puede ser casualidad entonces que los iconos internacionales e indiscutibles de elegancia vayan de la mano de la anorexia nerviosa y la depresión…

Audrey Hepburn y Grace Kelly

En la posmodernidad, en la que las normas de etiqueta se han relajado y las modas son muy efímeras y eclécticas, la ansiedad por las apariencias y la competencia por la distinción se ha descargado de la vestimenta desplazando casi toda la presión al cuerpo. Las normas para cumplir con una indumentaria elegante son muy básicas: decantarse por colores neutros, descartar florituras excesivas, no mezclar nunca más de tres colores, no enseñar demasiado (escote generoso prohibido con minifalda) y elegir maquillaje natural  y sutil. Sin embargo, el culto al cuerpo se ha intensificado y no engordar y no envejecer son las obsesiones estéticas más universales, con especial incidencia en las mujeres.


Pero las exigencias de la elegancia femenina no acaban en lo puramente físico y estético. Las restricciones y normas se extienden al comportamiento. La discreción y la sobriedad, el sentido de lo austero, debe imperar en una mujer que pretenda ser elegante. No se trata de la urbanidad y buenos modales que se piden a cualquier persona, las mujeres deben mantener la calma y controlar sus emociones, sin levantar nunca la voz y sin mostrar reacciones exageradas en público. Nuestro silencio es elegante. Es decir, una forma sofisticada del “calladita estás más guapa” de toda la vida. Y si nos atrevemos a mantener una conversación completa, debe ser siempre con un tono de voz ni demasiado estridente ni demasiado grave. 


Además, es importante que nos mostremos despreocupadas y amables con todo el mundo. No debemos resultar insolentes o impertinentes, por lo tanto debemos obviar el sarcasmo y optar por el buen humor y la dulzura. Siempre dispuestas a ayudar y a hacer favores, nunca arrogantes y jamás corregir al interlocutor. Nuestra conversación debe ser interesante y suficientemente culta, pero sin que parezcamos unas sabelotodo. En román paladino, que la elegancia implica ser dócil y sumisa y jamás ir en detrimento del ego masculino.


Tras estudiar a fondo los requisitos para ser una mujer elegante, concluyo que en todo momento bebe directamente de la feminidad y los roles de género impuestos por el patriarcado. Consiste  en el perfeccionismo y la autoexigencia extremas, ese saber estar es sinónimo de fingir y soportar sin queja el corsé de ballena y los vendajes reductores de pie de carácter social que nos siguen imponiendo. Tenemos que pesar y ocupar poco y hacer poco ruido, ser pequeñas y frágiles tanto físicamente como de carácter, en definitiva, ser adornos agradables a la vista si reparan en ti, pero la mayoría del tiempo, invisibles. Alegrar y entretener pero sin distraer a los hombres de lo importante.


En conclusión, la tan llamativa referencia al hieratismo del artículo sobre la reina perfecta tampoco era una “boutade”; nos quieren efigies, maniquíes, muñecas si acaso articuladas, la pequeña y ligera bailarina que da vueltas eternamente encerrada en su caja de música. Pues no, no compensa ser elegante. No cambio mi andar desgarbado, mi pelo encrespado, los tacos y la ironía, los vestidos de colores llamativos y estampados, mis labios pintados de rojo y mi autoestima a contra corriente por ser la reina o la mujer perfecta. No pienso permitir que me encierren jamás en una cajita, no quiero ser una figurita que baile al son marcado.



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