domingo, 29 de septiembre de 2013

La espiral del honor perdido

   Heinrich Böll ya nos advirtió en 1974 desde su novela El honor perdido de Katharina Blum hasta qué punto podía ser peligroso el sensacionalismo periodístico para la vida de cualquier persona corriente. Una mañana te levantas y sales de casa y puedes volver convertido en estadística, gran titular en letras de molde, portada acusatoria, hazmerreír, héroe, víctima o villano, o leyenda urbana global. El sueño de la razón en el siglo de la "high tech" produce monstruos, o más bien esperpentos, como Belén Esteban y otros personajes del circo mediático cotidiano. No vivimos en la sociedad del conocimiento, sino en la sociedad del honor perdido (sea robado o cedido previo pago). Hoy atendemos embobados a toda Katharina Blum postmoderna y compulsiva que ofrezca su carne y su vida privada al mejor postor.
   
   Porque, eso sí, mientras que la heroína creada por el escritor (y Premio Nobel) alemán era una víctima indefensa y arrastrada a la fuerza al epicentro del mercadeo mediático, muchas y muchos de sus replicantes actuales de carne y hueso hacen lo que haga falta por conquistar su minuto de gloria warholiano. De mediocres con afán de protagonismo y sobre todo de dinero (la necesidad agudiza el ingenio y la telegenia) están los platós, las revistas y ahora la red, llenos.

   Pero sobre lo que yo me pregunto es por la responsabilidad del periodismo actual en el pérdida del honor de los protagonistas de sus titulares. En el libro estaba claro. Testigo del affaire que una joven anónima mantiene con un hombre que resulta ser un prófugo, un periodista sin escrúpulos difama a la mujer hasta dinamitar su reputación. El honor de K. Blum muere a manos de los redactores que aporreaban su vida en las máquinas de escribir de los periódicos. Después de hacer de su vida un infierno, el paparazzi morirá también a manos de su víctima mediática, incapaz de reconstruir una intimidad ultrajada y sobreexpuesta. Así de actual resulta este relato contado en los años setenta, que nos permite hablar de hoy a través de una historia del ayer.

   Y los trabajadores de los medios asisten al espectáculo, unos avergonzados y en silencio porque no les queda más remedio (no hace falta que nos extendamos ahora hablando de sueldos irrisorios, jornadas interminables, falta de recursos para completar las informaciones o plazos de publicación imposibles), otros como comparsa o palmeros, otros justificándolo, y los peores, cobrando más que controladores aéreos, tesoreros de partidos políticos o asesores de alcaldesas que no saben hablar inglés por chillar en un gallinero. 


   No hace falta irse a la todopoderosa y millonaria Oprah Winfrey para encontrar ejemplos representativos de ello. Si saliesen a la luz los emolumentos de la mayoría de presentadores, tertulianos y colaboradores de los magacines contenedores (o mejor vertedero, por aquello de la acumulación infinita de basura) que saborean la carroña como si fuese "chateaubriand" de buey, véase el de la santurrona Ana Rosa Quintana (ella jamás caería tan bajo como los del Sálvame, ¡oh, wait!... ¿quién descubrió el filón de Belén Esteban?), quizá empezaríamos a entender porqué a las cadenas no "les queda más remedio con la que está cayendo" que hacer ERES cada dos por tres y pagar sueldos indignos a redactores, cámaras, reporteros y otros trabajadores sobre explotados. Claro, se lo gastan todo en lo que nos encanta llamar estrellas de la televisión.


   No sé si alguna vez os habéis preguntado qué pasa con esas personas normales que, por circunstancias del destino, se ven inmersas en alguna situación comprometida que las convierte en el blanco de todas las informaciones periodísticas; una vez dejan de ser de interés para encabezar portadas y titulares. Y no me refiero precisamente a las ya mencionadas que frecuentan, voluntariamente o no, las revistas del corazón, aunque el ejemplo también es válido. El periodismo puede destruir la vida de una persona, sí. Por lo menos, habrá que pararse un segundo para ponerse en la piel del otro antes de dar el visto bueno a un artículo, porque una vez publicado, y por mucho que se rectifique (si se rectifica, porque es asombroso el poco uso que se hace en los medios españoles de este estupendo instrumento de higiene profesional) el daño ya está hecho. Si en un titular te tachan de asesino, violador o ladrón, te conviertes en ello sea cierto o no. Haced la prueba e intentad recordad quién mató a Rocío Wanninkhof.


   Quizá muchos todavía penséis que fue Dolores Vázquez, condenada por asesinato tanto por sentencia judicial como por la sentencia del juicio mediático paralelo que se montó alrededor del caso. Pero a pesar de todo lo que se dio por hecho (no señores, las hipótesis y especulaciones, por muy verosímiles que puedan parecer, no son sinómino de hecho) fue finalmente absuelta y en su lugar se declaró culpable a Tony Alexander King, que recordaréis también como el culpable de otro famoso asesinato, el de Sonia Carabantes. No trato de esclarecer quién cometió un crimen (no soy investigadora de la policía, ni fiscal, ni jueza, cosa que muchos periodistas parecen no tener clara), sólo de hacer ver que cuando a uno lo relacionan con un delito de tal magnitud, su identidad queda para siempre marcada por ello. Dolores Vázquez será para siempre ante la opinión pública general la bruja lesbiana que pudo haber matado a una chica inocente por el simple hecho de ser la hija de su pareja, según el retrato que se pintó en los medios, sobre todo en ciertos programas televisivos.


   No hace falta que nos remontemos en el tiempo (ni que nos vayamos a los magacines más amarillos) para encontrar ejemplos en los que se eleva a la categoría de noticia o hecho consumado una hipótesis, indicio o simple especulación. Todos estamos pensando ahora en el caso que ocupa estos días las páginas de sucesos de la prensa: el asesinato de la niña compostelana Asunta, ocurrido hace poco más de una semana, y del que su madre es a día de hoy la principal sospechosa. Esta misma mañana, se podían leer en las portadas de algunos periódicos titulares de este tipo: 


<Los padres de Asunta se confabularon para matarla> - ABC

<Asunta sobre su madre: "Sé que me engaña"> - LA RAZÓN
<Asunta pudo ser drogada el día de su muerte en una comida en casa de su padre> - LA VOZ DE GALICIA
   
   En el primer ejemplo se da por hecho que hubo un asesinato premeditado llevado a cabo por dos personas, cuando todavía no está claro a día de hoy cuál ha sido el papel de cada una de ellas en la muerte de la niña (ya no hablo de una sentencia en firme, sino de los cargos definitivos que le serán imputados a cada uno antes de que se celebre un juicio). 

   En el segundo ejemplo se entrecomilla directamente la frase de una fuente (la víctima) a la que jamás se pudo entrevistar porque precisamente está muerta. A menos que el titular haya sido redactado por Ann Germain u otro gurú capaz de comunicarse con los difuntos, esta forma de redactar un titular que además va en portada, no tiene sentido, ni ético ni de ningún tipo. Vayamos al texto de la noticia para saber a qué se refiere el titular (no encontraremos la referencia hasta nada menos que el sexto párrafo):

   "Según la directora y una de las profesoras de la escuela de música a la que asistía Asunta, el pasado mes de julio, la niña llegó a clase con la boca pastosa, los párpados caídos, con una enorme dificultad de movimientos. Llegó a confesarles que su madre le daba pastillas. «Sé que me engaña», les confesó. Ahora ambas se culpan, injustamente, de no haber presionado más a la niña para que hablara, para que les contara qué había ocurrido."

   Creo que queda claro que si algo había que entrecomillar, es la declaración de una de las profesoras, la que fuese que haya contado ese hecho. Algo así: <Una profesora de Asunta: "La niña nos confesó que su madre la engañaba para suministrarle pastillas">. 
   

   El tercer ejemplo lo he escogido simplemente porque algo que "pudo ser" no es lo mismo que algo que fue con certeza, y por lo tanto, no me parece digno de abrir la portada de un periódico. Aunque pueda parecer sólo una cuestión de estilo de redacción, sabemos que la forma de escribir afecta al fondo de lo que se escribe. Por eso existe ese documento engorroso que todos los periódicos deben tener, el Libro de Estilo.
   

   Lo que está en juego no es sólo el derecho a la presunción de inocencia de dichas personas (hay que tener en cuenta que la investigación avanza y cada vez son más las pruebas que las incriminan según las informaciones aportadas por la policía, y las decisiones del juez del caso apuntan también en esa dirección, ya que supongo que no se ordena prisión preventiva si no es por una buena razón), sino la credibilidad de los medios y de la labor periodística en general. Cada vez que se publica un dato antes de que sea confirmado oficialmente o que resulta ser erróneo o inexacto, se menoscaba todo el valor de esta profesión, cuya misión es aportar información veraz ante todo. Por muy ínfimo que sea ese dato. 

   Cualquiera ha podido leer esta semana en la prensa u oído en la radio o la TV que Asunta era la principal beneficiaria de la herencia de sus abuelos, cuando el único testamento del que se tiene conocimiento hasta el momento es uno redactado en 1975, muchos años antes de que la niña naciese. Todavía no se ha esclarecido si dicho testamento sufrió alguna modificación, aunque se ha sabido que la víctima recibió algunas donaciones en vida por parte de sus abuelos (lo que no es lo mismo, ni parecido, que ser su heredera universal, tal como se publicó en casi todos los medios). Este fallo puede parecer una tontería en medio de un crimen así, pero es clave para que el lector o espectador establezca si puede confiar o no en lo que le cuentan los medios y los profesionales de los mismos. 


   Parece mentira que en 2013 prevalezca todavía la lucha para ser el primero en publicar algo, y no por ser el que lo ha publicado con más calidad. Además, el valor de la dignidad humana va más allá de la obligación profesional de citar fuentes, poner comillas o anteponer el manido adjetivo "presunto/a". Se trata de una obligación intelectual, no una mera cuestión técnica. Cuando no se informa con el rigor debido, no son sólo las personas afectadas por la noticia las que pueden perder el honor. El honor que se destroza inmediatamente es el del periodismo en sí mismo.

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