¿Qué
va a pensar mi madre? Esta es la duda que me atormenta mientras estoy
intentando poner por escrito lo que quiero contaros. No puedo dejar de pensar
en ella. En si le daré un gran disgusto. En si se enfadará mucho conmigo. En si
voy a decepcionarla. Es curioso, me siento como una niña pequeña que haya roto
o estropeado algo valioso, con miedo a ser descubierta. Pero necesito, no, más
bien debo hacerlo, es el momento de hablar de esto.
El
juicio de la violación múltiple de Sanfermines ha devuelto a la actualidad el
caso de Nagore Laffage, la chica que fue
asesinada por Diego Yllanes hace nueve años durante las mismas fiestas, por
resistirse y negarse claramente a tener sexo con él. Si no hubiese opuesto
resistencia quizá hoy estuviese viva y “sólo” habría sido violada y humillada
por la opinión pública y la defensa de su violador por no haber expresado su
rechazo sin equívocos y haber subido con él voluntariamente hasta su casa de
madrugada. Su familia tendría que soportar el sensacionalismo de los magacines
televisivos, se realizarían encuestas en las redes sociales sobre si ella
consintió o no, la llamarían “guarra” y “calienta braguetas” en las sobremesas
de muchos hogares, se discutiría en muchos centros de trabajo sobre si esa
fatídica noche le causó un auténtico trauma y probablemente un detective
privado habría seguido sus pasos de cerca. Pero lo más seguro es que su cuerpo
no hubiese acabado tirado dentro de una bolsa en un monte a las afueras de
Pamplona.
Sin
embargo, su no rotundo, su amenaza de denunciar a su agresor, no sirvió
siquiera para librarla de las sospechas del jurado popular designado para su
juicio: ¿”Nagore era muy ligona?” fue la única pregunta que se les ocurrió
formular en todo el proceso. Una chica de veinte años asesinada de una brutal
paliza, con un dedo amputado por un hombre que llamó a un amigo para pedirle
que le ayudase a deshacerse del cadáver, y lo más importante siguió siendo a
ojos del público la actitud previa de la víctima. Es esa pregunta la que no
deja de retumbar en mi cabeza. Porque yo sí era muy “ligona”. ¿Quiere decir eso
que si sufro una violación y la denunció mi agresor será absuelto? ¿Significa
que lo habré merecido?
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Preguntaron "ligona" pero todas sabemos en qué palabra estaban pensando |
Seré
sincera, yo era más que “ligona”. Según los estándares de la rediviva
inquisición sexual a la que nos siguen sometiendo a las mujeres, yo era una
“zorra” en toda regla. Aunque no mantuve relaciones sexuales con nadie hasta
que llegué a la universidad, me despaché a gusto durante mis años de carrera.
Ni siquiera me acuerdo de con quién perdí ese invento llamado virginidad. A pesar
de que había llegado a la facultad con un novio de los oficialísimos, mi
primera vez fue con un desconocido un jueves de esos de obligatoria fiesta
nocturna con borrachera. Un chico cualquiera de los que te encuentras en el pub
de última hora y se ofrecen amablemente a acompañarte durante la larga caminata
de vuelta a la “resi”. Ni siquiera me acuerdo de su nombre, aunque llevo más de
una década intentando recordarlo. Lo siento, Comotellames.
Así
que mi primera vez no fue una experiencia religiosa ya no con el hombre de mi
vida, ni siquiera con alguien especial al que decidiese entregarle eso que se
considera el mayor tesoro de una mujer. No me reservé para nadie. Mal
empezamos. Lo que vino después puede resumirse en las siguientes cifras: dos
relaciones estables, una de ellas con cero orgasmos, más infidelidades de las
que me gustaría reconocer, innumerables gilipollas de una noche, contadísimas
agradables sorpresas que me hubiera gustado repetir pero se quedaron en
irrepetibles y un par de píldoras del día después. Ningún embarazo no deseado
ni ETS reseñable si obviamos las malditas cistitis y alguna candidiasis. Pues
tampoco es para tanto, ¿no?
Con
ese “historial” que no se diferencia demasiado de cualquier estudiante
corriente, el veredicto está claro: puta y reputa. Siendo tan casquivana y
sobre todo, tan poco prudente, diréis que he tenido suerte de no haber sido
violada o algo peor. Creedme, tal como están las cosas yo misma me digo a veces
que de buena me libré. Que con los riesgos que tenemos que correr las mujeres
no vale la pena ejercer la libertad sexual que en teoría nos pertenece. ¿En qué
estaba pensado?
Tampoco
creáis que me fui de rositas. Viví unas cuantas situaciones de acoso durante
aquellos años de “inconsciencia”. Mi primer novio no se tomó bien que lo dejase
y estuvo llamando a mis amigas y siguiéndome durante muchos meses. Uno de esos
chicos de una noche se obsesionó conmigo y llegó a amenazarme abiertamente en
varias ocasiones por no responder a sus mensajes. Una vez me llevé el susto de
mi vida porque un chico con el que quedaba de vez en cuando me dejó tras una
discusión encerrada con llave en su piso hasta que volvió de trabajar. También
mantuve mucho sexo consentido pero no realmente deseado. Es el precio que todas
tenemos que pagar por no comportarnos como lo que todavía demasiada gente llama
“damas”. Sí, me gustaba tontear, me encantaba esa adrenalina de la seducción,
me divertía conocer chicos diferentes, coquetear, interpretar distintas
versiones de mí, sentirme deseada. Tanta frivolidad en una mujer no puede salir
gratis, claro. Un chico en exactamente mi misma posición sería considerado un
máquina. ¡Bien hecho, campeón, así es como se aprovechan los años de estudio!
Yo, sin embargo, no soy más que un juguete roto. ¡Qué lástima de chica, vaya
forma de echarse a perder…!
Pero
todavía no os he contado lo que realmente me quema por dentro, algo que todas
estas semanas de juicio de “La Manada” me ha removido. Algo que había olvidado
y hasta ahora me había parecido una anécdota más. Hubo una vez un chico con que
el que quedaba a menudo pero que no pasaba de parecerme majo. No me atraía
sexualmente en absoluto. Me caía muy bien, eso sí. Hablábamos sobre todo de
cine, íbamos de vez en cuando a ver pelis juntos. Una tarde al salir de la
redacción en la que estaba haciendo prácticas en aquel momento, me invitó a
cenar. Dijo que quería enseñarme un sitio que creía que me iba a encantar.
Casualmente ese restaurante estaba cerrado aquel día. Así que sugirió que
fuéramos a su casa. ¡Venga, te debo esta cena, ya verás que bien cocino, vas a
flipar!, me dijo. Yo estaba muerta de hambre después de todo el día y tras no
haber comido más que un sándwich en el descanso del mediodía. Era mi colega, no
pasaba nada. Nos montamos en su coche, pero de camino a su casa empecé a
preocuparme porque el viaje se estaba haciendo demasiado largo, su casa era un
chalet bastante apartado de la ciudad.
“No
seas tonta, le conoces desde hace tiempo, no tiene sentido rayarse”, pensé. Así
que una vez allí, volví a relajarme, mientras examinábamos su extensa colección
de películas en el salón. No flipé con la comida, que no pasó de ser una
tortilla de patatas pasable, y entre bromas y las lágrimas de la cebolla se me
pasó la sensación inicial de desconfianza. Pero se hizo tarde y cuando pedí que
me llevase a casa de vuelta, volvió el miedo. Su semblante cambió de forma
apenas imperceptible, pero su mirada se transformó en un abrir y cerrar de ojos
en hostil y amenazadora. “Yo pensaba que te gustaba…”, me dijo. Se hizo el
silencio más incómodo de toda mi vida. “Puedes irte si quieres, pero yo no voy
a llevarte a ningún sitio”. Literalmente me cagué de miedo. Le pregunté dónde
estaba el baño y allí me encerré a evacuar y a repasar desesperadamente mi
agenda del móvil. ¿A quién podía pedir que viniese a recogerme? A mi madre no
podía llamarla sin preocuparla. Ninguna amiga que viviese medianamente cerca.
Siento decepcionaros, no tenía novio oficialísimo en aquella época. Me acordé
de que un chico con el que había salido hacía tiempo trabajaba en un bar que no
estaba demasiado lejos de allí. Si con suerte hubiera acabado su turno no le
llevaría más de media hora aparecer. Le escribí resumiendo apresurada mi
comprometida situación y no tardó en responderme “Venga, pásame dirección”.
Salí encogida del baño y mirando al suelo le dije a mi amigo que vendría
alguien a buscarme en un rato. No me respondió. No volvió a hablar en todo el
tiempo de esa espera que se me hizo interminable aunque, efectivamente, no duró
más de media hora.
Sentí
un alivio enorme cuando el coche arrancó y nos fuimos de allí. Pero no acaba
aquí la historia. Tras contarle con detalle a este chico lo que me había pasado
no tardó en empezar a insistir con sorna: “Así que me has utilizado para
librarte de otro tío. ¿No te doy pena? Merezco una recompensa por haberte
salvado, ¿no?”. Lo que comenzó como una especie de broma se convirtió en un
chantaje emocional. Paró el coche, me agarró un brazo e intentó besarme. Me
eché hacia atrás: “¿Qué haces, tío?”. “Anda, ¿ni un beso me he ganado?”.
Recuerdo con exactitud lo que pensé antes de dejar que me besase y me metiese mano
y lo que vino después en el asiento trasero: “al menos recordaré esta noche por
un polvo olvidable más y no por una violación imposible de olvidar”. Y es que
en el fondo yo también pensaba que le debía sexo a este chico por haberme
sacado de una situación peligrosa, al fin y al cabo había recurrido a él porque
sabía que le gustaba y que por ello era probable que me ayudase. Era justo que
pagase el peaje sexual.
Con
mi visión de hoy en día, después de mucho feminismo, sé que no le debía nada a
ese chico. Sé que no me acosté con él porque quise, que no me merecía
soportarlo por haber sido una “zorra”, que fue él el que se aprovechó de mi
situación de vulnerabilidad y del miedo que acababa de pasar. Que no lo había
utilizado, que lo llamé por pura supervivencia. Que aunque fuese sexo
consentido, ese chico que me salvó de una posible violación era un violador.
Sí, si me estás leyendo, eres un maldito violador.
Repasando
todo esto me doy cuenta de que yo podría haber sido Nagore, pues he acompañado
voluntariamente a más de un depredador a su cueva. También podría haber sido
C., la chica violada por cinco “buenos hijos” en Sanfermines, pues he mantenido
charlas etílicas con grupos de chicos desconocidos en más de una ocasión porque
uno de ellos me hacía tilín. ¿Vosotras no? Sí, yo era muy “ligona”, y un poco
“cabra loca” también, y lo grave de todo esto es que todo lo que acabo de
confesaros sería considerado casi como antecedentes penales por mi parte si
tuviera que enfrentarme a un juicio como víctima de violación. Si yo fuera
realmente C., la defensa me hubiese destrozado si conociese mi “historial”,
todo esto hubiera sido utilizado en mi contra y pesaría más que las
conversaciones de whatsapp de “La Manada” hablando de violar y drogar chicas,
sus verdaderos antecedentes penales de robos y agresiones, y que la otra
violación múltiple que llevaron a cabo y también grabaron; pues todo eso según
la jurisprudencia aplicada no tiene nada que ver con la violación que está
siendo juzgada en concreto, pero los hábitos sexuales y sociales de la víctima
sí tienen que ver. Kafkiano pero cierto.
No
me siento orgullosa de haber sido “promiscua”, no he venido a alardear de liberación
sexual (eso dentro del patriarcado es una pura entelequia para cualquier
mujer), ni mucho menos. Pero me niego a avergonzarme, sentirme culpable o a
pedir perdón por ello. He cometido errores, sí, sobre todo de cálculo.
Sinceramente, “desfollaría” si pudiese al setenta por ciento de los tíos con
los que he follado, pero no por una cuestión de moral, reputación o dignidad,
pues me siento tan digna como la más “casta y pura”; sino por ellos, que eran
casi todos unos “mierda” que no se merecían ni un milímetro de mi piel. La
cuestión es que estoy harta de que tengamos que comportarnos como la idea
hegemónica de “mujer respetable” para ser respetadas. Las mujeres merecemos ser
tratadas con respeto y tenemos el básico derecho a no ser violentadas por el simple
hecho de ser seres humanos. No puedo evitar que me siga preocupando lo que
piense mi madre, pero lo que pudieran pensar los señores del jurado o los
tertulianos me tira de un pie. Y creo que es precisamente eso lo que molesta
tanto, una mujer completamente liberada de la necesidad de aprobación social,
que ya no busca el sello de calidad y feminidad auténtica que los demás, sobre
todo si son hombres, deben ponerle. Una mujer realmente independiente de la
opinión ajena parece ser más perturbadora para nuestra democracia que la
independencia de Cataluña. Sí, yo era “ligona”, muy mucho, y qué, ¿Y QUÉ?