viernes, 16 de marzo de 2018

Víctimas y combatientes

Este domingo una mujer generosa, en un acto de los más generosos que se han podido ver en un medio como la televisión destinado mayoritariamente a ser espejo narcisista, se desnudó en “prime time” delante de cientos de miles de telespectadores. No como se vio obligada a hacer durante años delante de más de una decena de hombres al día en un prostíbulo de Alicante (sí, ese tipo de hombres dispuestos a “pagar por penetrar mujeres que no les desean”, tal como ella se refiere a ellos). Amelia Tiganus acudió al programa “Salvados” para mirarnos directamente a los ojos y contarnos sin apartar la mirada que vivimos en una sociedad que fabrica y vende esclavas. Y que además fue una de ellas, aunque durante demasiado tiempo no lo supo. Esta vez sí fue un desnudo consciente y voluntario, dejar al descubierto su experiencia en nombre de todas las que no pueden hacerlo.

Todo comenzó cuando tenía 13 años, una tarde en la que al salir del colegio un grupo de hombres la abordó de camino a casa para violarla. Parecería que eso es lo peor que le puede pasar a una niña de su edad, pero lo peor estaba por llegar. Su familia la culpabilizó y su círculo social le hizo creer que algo en ella estaba mal y que por eso había acabado violada. “No vales para buena mujer”, le dijeron. Durante el resto de su adolescencia, cuatro años seguidos, siguió sufriendo violencia física y sexual por parte de hombres de su entorno. Como no tenía forma de escapar de esa espiral de abusos aceptó la solución que le propusieron, dejaría de ser violada si se dejaba violar por dinero. Ya no serían agresiones, sería su trabajo y medio de vida.

En Rumanía, su país de origen, los proxenetas que la captaron la vendieron por 300 euros a otro proxeneta español. Suena horrible, pero ella lo vivió como algo positivo. Estaba convencida de que toda la responsabilidad era de ella y que era su elección. “Creía de verdad que estaba cumpliendo mi sueño. Dentro del trauma me ilusionaba tener el control de los abusos”, rememoraba Amelia. Justamente le habían hecho creer que había nacido víctima, que era defectuosa en sí misma, y  eso no le gustaba, así que esta era su oportunidad de pasar de objeto pasivo a ser sujeto activo. A pesar de asistir a su propia compra - venta no se identificaba como víctima de esclavitud, creía de verdad que había negociado ella misma un trato que le resultaría favorable.

Nadie quiere considerarse a sí misma como una víctima. El ser humano tiende a resistirse a ello. Cuando sufrimos graves traumas nuestra mente recurre a diversos mecanismos de autoengaño, por así decirlo, para evadirse de la realidad, porque la consciencia de sabernos víctimas es demasiado dolorosa. A menudo insoportable. La ilusión de estar al mando en cierto modo o en un mundo paralelo en el que no estamos siendo dañados es cuestión de pura supervivencia. “Me siento muy orgullosa de no haberme suicidado”, dice hoy Amelia, por si queda alguna duda.

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miércoles, 7 de marzo de 2018

El fin del puritanismo

Dicen que un fantasma de puritanismo feminista recorre el mundo artístico por culpa del movimiento #MeToo. Artistas de distintas disciplinas han dado un paso al frente para defender la libertad sexual en peligro. Pero… ¿y si, sin saberlo, los puritanos fuesen en realidad quienes han salido a combatir ese supuesto renacimiento de la moral puritana?

Puritanismo es la palabra de moda desde hace semanas en los medios de comunicación, concretamente en el ámbito de las artes y la cultura. Hay muchos escritores, periodistas, guionistas… proclamando su preocupación por lo que consideran una “ola purificadora” contra la libertad de creación y expresión y un ambiente de “sociedad totalitaria” que persigue la libertad sexual e impone un modelo de buen comportamiento sexual similar al de la moral victoriana. Un centenar de mujeres, artistas francesas, capitaneadas por la escritora y marchante de arte Catherine Millet, abrieron la espita publicando un manifiesto contrario al movimiento #MeToo (que denuncia el acoso sexual sufrido por las mujeres en el ámbito profesional), surgido a raíz del caso del productor de Hollywood Harvey Weinstein. En él afirmaban que las feministas exageran confundiendo la seducción y la galantería con los ataques sexuales, y defendían el derecho de los hombres a “importunar” y el de las mujeres a disfrutar de ser el objeto sexual de un hombre si se les antoja.

La señora Millet, en una tribuna titulada “La mujer no es solo un cuerpo”, ha seguido ahondando en su cruzada contra el fantasma del puritanismo feminista que supuestamente recorre el mundo artístico, y lo ha hecho de una manera que resulta paradójicamente muy puritana, destacando la supuesta capacidad innata de las mujeres para soportar las relaciones sexuales que les desagradan a través de la abstracción mental, y apelando a la doctrina cristiana de la distinción entre cuerpo y alma y la prevalencia de ésta sobre la materia corpórea. Si esto no es puritanismo, se le parece mucho, aunque por haber “perdido la cuenta de las pollas de desconocidos que atrapó al vuelo por las calles de París”, tal y como la propia Catherine Millet relataba en un libro autobiográfico sobre su vida sexual, ella se considere en las antípodas de la moral puritana. Millet reivindica la condición de mujer objeto, y ¿qué es si no un objeto la mujer en la concepción puritana de la sexualidad? Un simple recipiente de fluidos y herederos, sin derecho a decir que no.  

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martes, 27 de febrero de 2018

El sexo debe ser divertido

En una cultura tan hipersexualizada como la occidental, en la que la religión ha perdido mucha de su capacidad de control sobre la sexualidad de las personas, con cantidades ingentes de todo tipo de pornografía gratuita al alcance de un clic, multitud de aplicaciones móviles de ligue, métodos anticonceptivos accesibles, en la que se practica habitualmente el sexo esporádico fuera de las relaciones de pareja… las violaciones siguen estando a la orden del día. En España se denuncian cada año 1.200 violaciones, y si tenemos en cuenta que se estima que solo el 5% de las mujeres agredidas se atreven a denunciar, la calculadora salta por los aires. Solo en la UE en el año 2015 se registraron 215.000 delitos de agresión sexual. Atribuir un problema social de tal magnitud a una supuesta represión moralista o a la fogosidad insatisfecha por falta de sexo sería como mínimo intelectualmente deshonesto. Tampoco el discurso de que quienes violan son monstruos excepcionales, unos cuantos perturbados, es suficiente para abarcar un fenómeno de depredación sexual tan extendido. 

Sin necesidad de mentar a la bicha (SÍ, EL PATRIARCADO), cualquier observador algo atento puede advertir una tendencia, un patrón que se repite, una cuestión estructural. Las circunstancias fortuitas de una noche de fiesta que se desmadró o la mala suerte de tener un delincuente sexual recurrente en el vecindario no sirven para explicar un grave problema de índole social. Dados los alarmantes datos, y a la luz del hartazgo generalizado de las mujeres, que se están organizando a nivel internacional para la jornada de huelga feminista del día 8 de marzo, y que se ha visibilizado hasta en los estamentos más privilegiados y cercanos al establishment, como es la industria cinematográfica de Hollywood; deberíamos tener a profesionales de todas las disciplinas y a los cargos públicos investigando frenéticamente sus causas y analizando la forma política de atajarlo. A la opinión pública y su reflejo mediático presionando para ello. Sin embargo, ¿qué tenemos? Un incesante goteo de manifiestos, columnas y declaraciones hablando de “puritanismo”, “moral victoriana”, “galantería”, “seducción”, “derecho a importunar”, de que el “deseo sexual”, “la libertad sexual” o el “sexo divertido” están bajo amenaza. 

La conversación en los medios de comunicación gira en torno al sexo aunque la violación no es una relación sexual, es una imposición de poder. No tienen nada que ver las conductas de acoso y las violaciones con un impulso sexual incontrolable o una necesidad de sexo que no ha podido satisfacerse por otra vía que la de forzar a una mujer. Esta es una de las enseñanzas más valiosas del feminismo y del análisis de la realidad con perspectiva histórica de género. Cuando un hombre viola a una mujer, no es porque se sienta atraído por ella, no es ella la que le provoca excitación sexual, es el hecho de ejercer su poder sobre ella, de someterla y humillarla, lo que le excita. Por eso carece de relevancia el aspecto de la víctima, qué decía, cómo vestía, cómo actuaba, si se había mostrado amable o cortante con el agresor, si le había sonreído, susurrado o acariciado un brazo. El acoso y la violencia sexual no operan en el campo de la seducción, el deseo o el placer sexual, sino que se mueven en la esfera de la dominación masculina, del ejercicio de poder. Fue a ella, pero podría haber sido a otra, cualquiera.

  • El falso dilema pro-sexo vs anti-sexo
En una actitud similar a la de las sectas religiosas antiabortistas, que ante la lucha feminista por el aborto libre y legal se empeñaban en situar el debate en términos de “pro-vida” o “anti-vida”, la reacción al movimiento feminista en contra del acoso y la violencia sexual se esfuerza en crear un falso dilema entre partidarios del sexo y contrarias a él. La lucha por la autonomía reproductiva de las mujeres se convertía en aquel marco en una guerra contra la reproducción en sí misma y la vida de bebés imaginarios (recordad, un feto NO es un bebé), y ahora la lucha por la autonomía sexual de las mujeres se convierte en una guerra contra el sexo y las relaciones sexuales también imaginarias (recordad, una violación NO es una relación sexual). 

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lunes, 19 de febrero de 2018

La huelga de todas las trabajadoras

La última empresa en la que trabajé era una muy pequeña, en realidad como todas en las que he trabajado*. La plantilla la formábamos cuatro mujeres menores de 30 años. No cuento entre el personal laboral a nuestro jefe de 60 años, porque aunque se pagaba a sí mismo un salario como gerente, como buen “empresaurio” español medio, no hacía nada más que entorpecer el trabajo de sus asalariadas, a las que cómo no, llamaba “sus niñas”. 

No procederé a elaborar un catálogo descriptivo de los agravios sexistas que sufrimos por parte de aquel típico ejemplar del actual empresariado patrio, porque no dispongo del espacio suficiente y porque sé que escribo para una audiencia capaz de imaginar con mucha precisión cuán agradable podría resultar la jornada de cuatro mujeres profesionales jóvenes con este patrón al mando. Sin embargo, creo necesario compartir un par de momentos álgidos de mi relación contractual con dicho espécimen: las presiones recibidas para reducir mi nómina después de que conoció la profesión de mi marido porque según él “tú no necesitas cobrar tanto” y la insistencia durante mi embarazo en que debería trabajar desde casa en mi baja de maternidad, invitándome a un fraude a la Seguridad Social en nombre del “ya sabes que tal como están las cosas las empresas no pueden permitirse trabajadoras embarazadas”.

Esa relación no duró mucho más allá de cuando di a luz, porque debido al (más que esperado) trato recibido durante el permiso maternal cursé la debida denuncia por discriminación tras la correspondiente consulta con mi sindicato y todo acabó a las pocas semanas en indemnización por despido improcedente. 

Mi experiencia en anteriores empresas ya me había enseñado lo que significa ser, además de asalariada, mujer: partimos de una educación en la que el ideal del comportamiento femenino consiste en agradar y cumplir las expectativas ajenas; si opinamos con vehemencia se nos cuelga el “sambenito” de conflictivas; no se incentiva precisamente que seamos más eficientes que nuestros compañeros de trabajo varones o que desarrollemos mejores dotes de liderazgo; sufrimos las dinámicas de funcionamiento de estilo familiar que se vive en las PyME y que se traduce en un trato paternalista y de continuo chantaje emocional hacia las mujeres; pende sobre nosotras el riesgo laboral añadido del acoso sexual. 

No obstante, esta última empresa fue la mejor escuela, salí de ella con un Master en Conciencia de Clase y de Género. Comprobé de primera mano que nosotras no somos consideradas sujetos económicos autónomos, sino una extensión del hombre asalariado a través del núcleo familiar. Fue en ella donde padecí por primera vez la locura de una sociedad patriarcal que sigue sacralizando la maternidad y el cuidado de la familia inserta en un modelo de producción que penaliza y excluye a las mujeres que son madres.

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lunes, 29 de enero de 2018

#MeToo o los tres anuncios en las afueras que son de todas

A Mildred Hayes le asesinaron a su hija a pocos metros de su hogar. La violaron repetidas veces y después quemaron su cuerpo. Según la autopsia, murió mientras la violaban. Pocas formas puede haber más horribles de morir. Pocas cosas más dolorosas puede haber que tener que vivir sabiendo que tu hija pequeña murió así, probablemente llamándote a gritos sin que pudieras oírla esta vez, sin que pudieras salvarla de la caída segura como cuando solo era una niña que aprendía a caminar.

Han pasado siete meses y Mildred ya ha asumido que no puede hacer nada que devuelva la vida a su hija. Ha aprendido a cargar con su dolor, pero no está dispuesta a ocultarlo. En Ebbing, Missouri, el pequeño pueblo donde todo ha ocurrido, el día a día transcurre como si nada hubiera pasado. Como si una chica de 17 años no hubiese sido torturada hasta la muerte nada más salir por la puerta de casa, como si no hubiese podido ser su asesino cualquier vecino, como si la víctima no hubiese podido ser cualquier otra vecina. Como si no pudiese volver a pasar. No, Mildred no va a resucitar a Angela, pero va a despertar las conciencias dormidas de toda la gente del pueblo, de todo el Estado y de todo el país, si se lo propone.

Simplemente colocando unos sucintos mensajes en tres vallas publicitarias en las afueras de Ebbing, esta mujer consigue desatar una pequeña gran revolución.  "Violada mientras moría. Aún ningún arresto. ¿Cómo puede ser, jefe Willoughby?”. Con este sencillo gesto, la señora Hayes pasa de tener la compasión unánime de su vecindario a ser la persona más incómoda y odiada. De víctima a verdugo de un día para otro. ¿Por qué? Porque ha roto la ley del silencio. El dolor de una madre debe ser decoroso, abnegado ante todo. Porque se ha atrevido a señalar al sistema. Si las agresiones sexuales contra las mujeres están a la orden del día es porque los responsables de prevenirla y evitarla no están haciendo su trabajo. Resaltar la impunidad endémica de este tipo de crímenes convierte en cómplice a toda una sociedad construida sobre la normalización de determinados niveles de violencia contra la mujer.


Mildred contrata tres vallas a las afueras de su pueblo para reflotar el caso sin resolver de su hija violada y asesinada


Hayes se gana el odio de sus convecinos porque no antepone el bienestar de los demás al suyo propio, como se supone que toda mujer debe hacer. Ese jefe de policía al que señala por no avanzar en la investigación del caso de su hija se está muriendo de cáncer. ¿Qué clase de desalmada criticaría a un moribundo? Y no un moribundo cualquiera, es el hombre más querido y respetado del pueblo, padre amantísimo de dos niñas, mentor y figura paterna de los agentes a su cargo, garante de la seguridad de una comunidad a la que ha servido durante toda su vida. Está enamoradísimo de su esposa y jamás violaría a ninguna mujer, deberíamos admirarle por ello, como a Matt Damon. ¿Por qué se ha atrevido Mildred Hayes a apuntar con su dedo a un hombre decente?  

El dedo de esa madre cabreada se ha hundido hasta el fondo en la llaga del sistema: la mayoría de hombres que jamás matarían o violarían a una mujer no están haciendo lo suficiente para que los que sí lo harían no las maten ni violen. El decente jefe de policía, que lamenta de veras lo que le ha pasado a su hija, también hace chistes machistas en la comisaría, no aplica sanciones disciplinarias a los agentes que torturan negros o humillan a mujeres, no ha priorizado la resolución del que probablemente ha sido el caso más violento de toda la historia de su jurisdicción… No, él no la ha matado, pero es uno más de los hombres con poder que lo utiliza para privilegiar a otros hombres y que conforma una cultura en la que es posible violar mujeres sin sufrir consecuencias.

Este es el argumento de “Tres anuncios en las afueras”, la película de Martin McDonagh protagonizada por una indomable Frances McdDormand, tan aclamada por ser un gran retrato de los prejuicios de la América profunda, el lado oscuro del gran sueño americano que ha hecho posible la victoria de Trump. Quizá ese ha sido el error que ha facilitado el “inesperado” ascenso a la Casa Blanca del republicano más retrógrado y chabacano posible, el creer que esos prejuicios son los de la gente con menos recursos o de las zonas rurales, de los que no han tenido acceso a formación académica, de los “rednecks” y la “white trash”. Sin embargo, tenemos a señores de las élites culturales de todas partes del planeta hablando de “caza de brujas” después de que muchas de las actrices de Hollywood decidiesen poner sus tres anuncios en las afueras de la industria cinematográfica y hablar abiertamente del acoso sexual inherente a la misma e incluso dar los nombres de sus acosadores. Los más selectos cineastas, autores consagrados, directores de filmotecas, actores multipremiados, y no sólo hombres, también mujeres, como las cien artistas del manifiesto de Francia (es decir, “la crème de la crème” del ámbito artístico) se han lanzado a poner el grito en el cielo contra las mujeres que han decidido dejar de callar. No son precisamente un cura de una aldea sureña ex esclavista.

Es justo el mismo proceso de los “paletos” hostigando y presionando a “la loca del pueblo” para que retire esos molestos anuncios y muestre el debido respeto a la máxima autoridad del lugar, su héroe de toda la vida, el que están llevado a cabo esos sofisticados defensores de la libertad artística y de expresión que llaman censura a que ahora las mujeres hablen sin tapujos del abuso sexual sistemático que sufrían en silencio. Ebbing, Missouri es la aldea global del patriarcado en la que todos los señores se han puesto nerviosos porque peligra el cómodo estado de las cosas que les proporcionaba la omertá y la seguridad de un prestigio que les hacía intocables. Se ha abierto la veda contra cualquier hombre, sin importar su status o su talento, sin que todo lo que haya aportado a la sociedad, creado o trabajado sirva como salvoconducto para que no le tengamos en cuenta su comportamiento machista de depredación sexual. Parece que caminamos hacia el fin de la inclusión de la libre disponibilidad del cuerpo de las mujeres  en el “pack” completo del éxito masculino, y les está costando un poquitín aceptarlo. De ahí el cierre de filas, ese corporativismo mafioso (tenemos que defenderle porque es “uno de los nuestros”) como intento desesperado de taponar la sangrante vía de agua abierta en el pacto de silencio.

No es inocente que recurran a la baza del victimismo. Ya no hay forma de defender lo indefendible, el rechazo social hacia los acosadores antes idolatrados crece imparable. Por ello deben buscar la forma de dar la vuelta a las tornas: hay mujeres malvadas que con su exageración y puritanismo están poniendo en peligro preciados patrimonios de la humanidad, desde la galantería y la seducción hasta la filmografía de Polanski o los poemas de Pablo Neruda. Sus reivindicaciones de igualdad de género llevarán a una suerte de estado totalitario en la que no se podrá ligar ni bailar reggaetón. Que pretendemos quemar libros y celuloide, dicen. 

Quieren hacer pasar por censura que la mitad de la población silenciada hasta el momento pueda contar su versión de los hechos, que el público pueda tener toda la información de cualquier creador para decidir con total libertad si quiere financiar con su dinero una obra dirigida por un pederasta o producida por un violador. Sin entrar en el recurrente debate de si debemos separar al autor de su obra (como si eso fuese posible, pues la autoría en sí misma consiste en la traslación artística de la propia subjetividad, al igual que es imposible separarla de su contexto histórico, de las corrientes de pensamiento dominantes y de la relaciones sociopolíticas y económicas por las que se ha visto influida), no hay razón para justificar que la audiencia no deba conocer las circunstancias de quien firma y ejercer su derecho de admisión. Ninguna. ¿Cómo va a ser censura que ahora tengan canales desde los que contar su historia quienes hasta ahora tenían un acceso limitado o directamente vetado en los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo va a ser restrictivo que ahora podamos escuchar más opiniones que las de los líderes de opinión y leer más relatos que los de las vacas sagradas del periodismo, cine o literatura?

Y es que lo que está en juego es la cosmovisión hegemónica y el orden de las cosas sustentado en ella. Que empecemos a preguntarnos sobre la posible misoginia de los guiones, a realizar análisis de género de cualquier obra, que nos preocupe la discriminación o los abusos sufridos por las mujeres que las han protagonizado, que rechacemos apologías del machismo y el racismo, que ya no estemos dispuestos a admirar ni a ser indulgentes con violadores y acosadores… hace tambalearse los mismísimos cimientos de la gran pirámide patriarcal. Saben de buena tinta que no buscamos quemar los archivos de las filmotecas, que no vamos a prohibir a Ford o a Bertolucci, ni a hacer hogueras con novelas de Houellebecq o cuadros de Picasso. Simplemente ya no nos conformamos con un mundo interpretado solo por Platón o Kant, ni relatado solo por Mozart, Shakespeare, Hemingway o The Beatles. Hemos venido para cuestionar esa supuesta objetividad del canon de los clásicos, para democratizar la cultura y reclamar nuestro espacio. Eso por fuerza reduce el suyo, por eso se comportan cual “rednecks” defendiendo con su escopeta las lindes de su parcela.

Si tan convencidos están de su talento y de la calidad de sus obras, no tienen motivo para temer que se facilite el acceso a la creación de toda persona que quiera crear, independientemente de su sexo, clase o condición. La diversidad solo redunda en esa libertad de expresión que dicen proteger, y en la libertad de decisión del público, que tendrá muchas más opciones entre las que elegir.  


Lo que está claro es que movimientos organizados como el #MeToo o el anunciado hoy por un nutrido grupo de artistas españolas bajo el lema #LaCajadePandora, y no tan organizados, como las manifestaciones espontáneas autoconvocadas durante el juicio de la violación múltiple de San Fermines o la proliferación de activistas feministas en las redes sociales y de mujeres anónimas contando sus experiencias de acoso y abuso, ayudándose y avisándose mutuamente entre ellas; son una útil herramienta contra la discriminación y las diferentes formas de violencia machista. Estas redes de apoyo y resistencia que estamos comenzando a tejer son todavía solo tres anuncios en las afueras del sistema, no van a poner fin a la injusticia de por si, al igual que las vallas de Mildred no podían devolverle la vida a su hija ni hacer pagar a su asesino. Pero romper el silencio es el primer (e imprescindible) paso para romper las cadenas.  Un mundo en el que se puede cuestionar a un bonachón sheriff de pueblo que no se pierde la misa de los domingos o en el que peligran fenómenos casi meteorológicos como el estreno anual de la película de Woody Allen, es un mundo que sin lugar a dudas está asistiendo al crepúsculo de sus dioses.

viernes, 26 de enero de 2018

Un verano para toda la vida

En el verano de 1993 yo también tenía seis años, como Frida. Disfrutaba con las mismas cosas que ella: desgañitándome al cantar “Toma Mucha Fruta” de Bom Bom Chip, persiguiendo al malvado junto a D’Artacan y los Tres Mosqueperros, jugando con mi hermana a imitar a los mayores y grabando chorradas en mi primer casette, el de Fisher-Price. Aquel verano de Frida podría ser a simple vista el mío o el de cualquier otra niña, un verano más de correr entre las piernas de las parejas que bailan agarradas en la verbena del pueblo, de esperar ansiosa cada tarde a que pase el tiempo reglamentario de digestión para zambullirte en el mar o la piscina, de sentarte a ver cómo mamá forra los libros nuevos antes de que empiece el cole.


Frida y su prima Ana jugando con la grabadora de Fisher Price


El verano en que la vida de Frida cambió para siempre, en que murió su madre y vio cómo vaciaban la casa en que vivió con ella desde que nació, en el que dejó su barrio y a sus amigos atrás, su familia se empeñó en que ella viviese un verano normal y corriente, como otro cualquiera, como si no hubiera pasado nada. Que Frida volviese a tener un papá y una mamá, y ahora incluso una hermanita pequeña con la que entretenerse para olvidar, que tuviese de nuevo un hogar y un cuarto en el que colocar con mimo sus muñecas. Pero sí que pasaba algo, claro que pasaban muchas cosas. Que aquellos eran sus tíos y no sus padres, que no sabía cómo compartir su espacio con una prima convertida en hermana improvisada, que aquella casa en el campo no era su sitio, que le daban miedo las gallinas y no sabía diferenciar las coles de las lechugas, que no le gustaba beber leche fresca. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué fingía que nada había cambiado si había cambiado todo?

Cuando hablamos de recuerdos, solemos pensar en fechas, objetos guardados, hechos históricos, souvenirs, fotografías. Pero la memoria se compone sobre todo de emociones, no se rige por la cronología, no tiene introducción, nudo y desenlace. Más que recordar qué pasó, recordamos cómo nos hizo sentir aquello que pasó; más allá de los sentimientos y sensaciones, de las mariposas o el nudo en el estómago, del miedo o la euforia, nuestros recuerdos son más cercanos a la ficción que a la realidad, son historias que nos contamos a nosotros mismos, con muchos detalles suprimidos o añadidos a posteriori, en la guionización de nuestra mente. Eso es “Verano 1993”, no es un viaje a un lugar y un tiempo pasado, sino un paseo por las emociones pasadas. El gran logro de esta película es transmitir todas las emociones experimentadas por esa pequeña de mirada intensa y pelo rizado, desde dentro, que podamos verlo todo a través de sus ojos. Vivimos su incertidumbre y desubicación, su lucha entre querer ser querida y no atreverse a dejarse querer, sus momentos de despreocupación en los que se sorprende a sí misma siendo simplemente una niña más. No interesa cómo transcurrieron con exactitud aquellos calurosos meses, sino observarlos justamente como los recuerda Frida, sentirlos como ella los sintió.

Además de mostrar con precisión el funcionamiento de la memoria infantil, con sus momentos aparentemente intrascendentes pero llenos de significado, que nos marcarán en la vida adulta y formarán parte indivisible de nuestra personalidad, este filme dirigido por la debutante Carla Simón tiene el mérito de abarcar en toda su complejidad el rico mundo interior de la niña a la que retrata. A menudo los adultos tratamos a los más pequeños como si fuesen tontos, hablamos de ellos como si no estuvieran delante, restamos importancia a lo que dicen, les mandamos callar cuando más tienen que contar, tomamos en todo momento todas las decisiones por ellos sin hacerles partícipes ni preguntarles cómo estas les hacen sentir. Esta forma condescendiente que tenemos de considerar la infancia se refleja perfectamente en la película, en algunas escenas memorables como las discusiones cuando toda la familia se reúne a la mesa o en los comentarios que hace la gente del pueblo ante Frida. Colocando el foco desde el interior de la niña hacia fuera, “Verano 1993” reivindica que los niños son personas que piensan y sienten por sí mismos, que les afecta lo que los mayores dicen sobre ellos, que les marcan las etiquetas que les ponen, que se enteran de cuando nos peleamos por su causa aunque intentemos aplacar los gritos cerrando la puerta o la ventana, que vale la pena escucharles y responder con honestidad a sus preguntas.

Aunque su madre acaba de morir y ya su padre había muerto tres años antes, la muerte es un tabú en la vida de Frida. Nadie le habla directamente de ella: su abuela le enseña a rezar y le dice que su mamá la cuida desde el cielo a pesar de lo alocada que era, las vecinas cotillean sobre la enfermedad que se la llevó, las madres de los otros niños se alejan para evitar posibles contagios, el médico quiere repetirle pruebas una y otra vez… pero nadie se sienta a explicarle qué ha pasado en concreto para que pueda entenderlo, para que no tenga que vivir atenazada por el miedo a lo desconocido. Un "tranquila, todo está bien" cuando nada está bien tiene un efecto contraproducente. Si todo está tan bien, ¿por qué me siento tan mal? ¿Acaso estoy loca? 

“Verano 1993” nos enseña que, a diferencia de lo que se suele creer, los niños no ignoran los temas de los que evitamos hablarles, y como los rasguños de la piel, lo que se tapa tarda más en curarse, las heridas del alma también deben cicatrizar al aire. En lugar de recurrir a maniobras de distracción, de limitarse a contrarrestar el tsunami de tristeza con una inundación de regalos; es necesario ponerle nombre a lo innombrable, hablar de lo que nadie habla, también con los más pequeños, pues con la comprensión de quienes les cuidan son capaces de comprender hasta lo más incomprensible, de dar sentido a lo que no lo tiene, como la muerte de tu madre cuando más la necesitas. Solo asumiendo lo que ha ocurrido se puede superar. Otra vez, como con las heridas, si escuece es que se está curando. Para ello no precisan nada más que tener a su lado a alguien que esté dispuesto a responder con cariño y sinceridad a todas las preguntas que se les ocurran, sobre todo esas que hacen doler la tripa, que les sople los cortes de las rodillas y les preste unos pies sobre los que subirse para bailar. Poder contar su historia en voz alta siempre que lo necesiten, como ha hecho Carla Simón tantas veces a lo largo de su vida, proceso de curación que ha culminado con esta maravillosa obra de arte. 

El relato arranca con una pregunta que le hace una amiga a Frida el día que abandona su anterior vida para iniciar otra completamente distinta: “¿Y tú por qué no estás llorando?”. A ningún espectador le ha pasado desapercibido que la niña no llora en toda la película hasta su hermoso e inmejorable final, en el que estalla en un llanto incontenible en un momento de lo más inesperado, en mitad de una “guerra” de cosquillas precedida de divertidos saltos en la cama. Frida no lloraba porque no tenía un sitio seguro donde poder hacerlo. Se había quedado de repente sin su almohada, sin su hogar, sin el regazo de su madre. Llorar es bajar la guardia, es mostrarse vulnerable. Para atreverse a llorar, a desproteger por completo los sentimientos, hay que sentirse protegido y contar con un lugar que haga las veces de fortaleza. En cuanto es consciente de que no caerá al vacío, de que tiene una red bajo sus pies, de que van a cuidarla, de que no está sola, las lágrimas comienzan a brotar. Ya puede dejar salir su dolor a chorros. Por eso esas lágrimas no son solo de pena, también son de liberación, de alivio. El río se ha desbordado para comenzar el camino de vuelta a su cauce.    

jueves, 7 de diciembre de 2017

Y si era muy ligona, ¿¿qué??

¿Qué va a pensar mi madre? Esta es la duda que me atormenta mientras estoy intentando poner por escrito lo que quiero contaros. No puedo dejar de pensar en ella. En si le daré un gran disgusto. En si se enfadará mucho conmigo. En si voy a decepcionarla. Es curioso, me siento como una niña pequeña que haya roto o estropeado algo valioso, con miedo a ser descubierta. Pero necesito, no, más bien debo hacerlo, es el momento de hablar de esto.

El juicio de la violación múltiple de Sanfermines ha devuelto a la actualidad el caso de  Nagore Laffage, la chica que fue asesinada por Diego Yllanes hace nueve años durante las mismas fiestas, por resistirse y negarse claramente a tener sexo con él. Si no hubiese opuesto resistencia quizá hoy estuviese viva y “sólo” habría sido violada y humillada por la opinión pública y la defensa de su violador por no haber expresado su rechazo sin equívocos y haber subido con él voluntariamente hasta su casa de madrugada. Su familia tendría que soportar el sensacionalismo de los magacines televisivos, se realizarían encuestas en las redes sociales sobre si ella consintió o no, la llamarían “guarra” y “calienta braguetas” en las sobremesas de muchos hogares, se discutiría en muchos centros de trabajo sobre si esa fatídica noche le causó un auténtico trauma y probablemente un detective privado habría seguido sus pasos de cerca. Pero lo más seguro es que su cuerpo no hubiese acabado tirado dentro de una bolsa en un monte a las afueras de Pamplona.

Sin embargo, su no rotundo, su amenaza de denunciar a su agresor, no sirvió siquiera para librarla de las sospechas del jurado popular designado para su juicio: ¿”Nagore era muy ligona?” fue la única pregunta que se les ocurrió formular en todo el proceso. Una chica de veinte años asesinada de una brutal paliza, con un dedo amputado por un hombre que llamó a un amigo para pedirle que le ayudase a deshacerse del cadáver, y lo más importante siguió siendo a ojos del público la actitud previa de la víctima. Es esa pregunta la que no deja de retumbar en mi cabeza. Porque yo sí era muy “ligona”. ¿Quiere decir eso que si sufro una violación y la denunció mi agresor será absuelto? ¿Significa que lo habré merecido? 


Preguntaron "ligona" pero todas sabemos en qué palabra estaban pensando
   

Seré sincera, yo era más que “ligona”. Según los estándares de la rediviva inquisición sexual a la que nos siguen sometiendo a las mujeres, yo era una “zorra” en toda regla. Aunque no mantuve relaciones sexuales con nadie hasta que llegué a la universidad, me despaché a gusto durante mis años de carrera. Ni siquiera me acuerdo de con quién perdí ese invento llamado virginidad. A pesar de que había llegado a la facultad con un novio de los oficialísimos, mi primera vez fue con un desconocido un jueves de esos de obligatoria fiesta nocturna con borrachera. Un chico cualquiera de los que te encuentras en el pub de última hora y se ofrecen amablemente a acompañarte durante la larga caminata de vuelta a la “resi”. Ni siquiera me acuerdo de su nombre, aunque llevo más de una década intentando recordarlo. Lo siento, Comotellames.

Así que mi primera vez no fue una experiencia religiosa ya no con el hombre de mi vida, ni siquiera con alguien especial al que decidiese entregarle eso que se considera el mayor tesoro de una mujer. No me reservé para nadie. Mal empezamos. Lo que vino después puede resumirse en las siguientes cifras: dos relaciones estables, una de ellas con cero orgasmos, más infidelidades de las que me gustaría reconocer, innumerables gilipollas de una noche, contadísimas agradables sorpresas que me hubiera gustado repetir pero se quedaron en irrepetibles y un par de píldoras del día después. Ningún embarazo no deseado ni ETS reseñable si obviamos las malditas cistitis y alguna candidiasis. Pues tampoco es para tanto, ¿no?

Con ese “historial” que no se diferencia demasiado de cualquier estudiante corriente, el veredicto está claro: puta y reputa. Siendo tan casquivana y sobre todo, tan poco prudente, diréis que he tenido suerte de no haber sido violada o algo peor. Creedme, tal como están las cosas yo misma me digo a veces que de buena me libré. Que con los riesgos que tenemos que correr las mujeres no vale la pena ejercer la libertad sexual que en teoría nos pertenece. ¿En qué estaba pensado?

Tampoco creáis que me fui de rositas. Viví unas cuantas situaciones de acoso durante aquellos años de “inconsciencia”. Mi primer novio no se tomó bien que lo dejase y estuvo llamando a mis amigas y siguiéndome durante muchos meses. Uno de esos chicos de una noche se obsesionó conmigo y llegó a amenazarme abiertamente en varias ocasiones por no responder a sus mensajes. Una vez me llevé el susto de mi vida porque un chico con el que quedaba de vez en cuando me dejó tras una discusión encerrada con llave en su piso hasta que volvió de trabajar. También mantuve mucho sexo consentido pero no realmente deseado. Es el precio que todas tenemos que pagar por no comportarnos como lo que todavía demasiada gente llama “damas”. Sí, me gustaba tontear, me encantaba esa adrenalina de la seducción, me divertía conocer chicos diferentes, coquetear, interpretar distintas versiones de mí, sentirme deseada. Tanta frivolidad en una mujer no puede salir gratis, claro. Un chico en exactamente mi misma posición sería considerado un máquina. ¡Bien hecho, campeón, así es como se aprovechan los años de estudio! Yo, sin embargo, no soy más que un juguete roto. ¡Qué lástima de chica, vaya forma de echarse a perder…!        

Pero todavía no os he contado lo que realmente me quema por dentro, algo que todas estas semanas de juicio de “La Manada” me ha removido. Algo que había olvidado y hasta ahora me había parecido una anécdota más. Hubo una vez un chico con que el que quedaba a menudo pero que no pasaba de parecerme majo. No me atraía sexualmente en absoluto. Me caía muy bien, eso sí. Hablábamos sobre todo de cine, íbamos de vez en cuando a ver pelis juntos. Una tarde al salir de la redacción en la que estaba haciendo prácticas en aquel momento, me invitó a cenar. Dijo que quería enseñarme un sitio que creía que me iba a encantar. Casualmente ese restaurante estaba cerrado aquel día. Así que sugirió que fuéramos a su casa. ¡Venga, te debo esta cena, ya verás que bien cocino, vas a flipar!, me dijo. Yo estaba muerta de hambre después de todo el día y tras no haber comido más que un sándwich en el descanso del mediodía. Era mi colega, no pasaba nada. Nos montamos en su coche, pero de camino a su casa empecé a preocuparme porque el viaje se estaba haciendo demasiado largo, su casa era un chalet bastante apartado de la ciudad.

“No seas tonta, le conoces desde hace tiempo, no tiene sentido rayarse”, pensé. Así que una vez allí, volví a relajarme, mientras examinábamos su extensa colección de películas en el salón. No flipé con la comida, que no pasó de ser una tortilla de patatas pasable, y entre bromas y las lágrimas de la cebolla se me pasó la sensación inicial de desconfianza. Pero se hizo tarde y cuando pedí que me llevase a casa de vuelta, volvió el miedo. Su semblante cambió de forma apenas imperceptible, pero su mirada se transformó en un abrir y cerrar de ojos en hostil y amenazadora. “Yo pensaba que te gustaba…”, me dijo. Se hizo el silencio más incómodo de toda mi vida. “Puedes irte si quieres, pero yo no voy a llevarte a ningún sitio”. Literalmente me cagué de miedo. Le pregunté dónde estaba el baño y allí me encerré a evacuar y a repasar desesperadamente mi agenda del móvil. ¿A quién podía pedir que viniese a recogerme? A mi madre no podía llamarla sin preocuparla. Ninguna amiga que viviese medianamente cerca. Siento decepcionaros, no tenía novio oficialísimo en aquella época. Me acordé de que un chico con el que había salido hacía tiempo trabajaba en un bar que no estaba demasiado lejos de allí. Si con suerte hubiera acabado su turno no le llevaría más de media hora aparecer. Le escribí resumiendo apresurada mi comprometida situación y no tardó en responderme “Venga, pásame dirección”. Salí encogida del baño y mirando al suelo le dije a mi amigo que vendría alguien a buscarme en un rato. No me respondió. No volvió a hablar en todo el tiempo de esa espera que se me hizo interminable aunque, efectivamente, no duró más de media hora.

Sentí un alivio enorme cuando el coche arrancó y nos fuimos de allí. Pero no acaba aquí la historia. Tras contarle con detalle a este chico lo que me había pasado no tardó en empezar a insistir con sorna: “Así que me has utilizado para librarte de otro tío. ¿No te doy pena? Merezco una recompensa por haberte salvado, ¿no?”. Lo que comenzó como una especie de broma se convirtió en un chantaje emocional. Paró el coche, me agarró un brazo e intentó besarme. Me eché hacia atrás: “¿Qué haces, tío?”. “Anda, ¿ni un beso me he ganado?”. Recuerdo con exactitud lo que pensé antes de dejar que me besase y me metiese mano y lo que vino después en el asiento trasero: “al menos recordaré esta noche por un polvo olvidable más y no por una violación imposible de olvidar”. Y es que en el fondo yo también pensaba que le debía sexo a este chico por haberme sacado de una situación peligrosa, al fin y al cabo había recurrido a él porque sabía que le gustaba y que por ello era probable que me ayudase. Era justo que pagase el peaje sexual.

Con mi visión de hoy en día, después de mucho feminismo, sé que no le debía nada a ese chico. Sé que no me acosté con él porque quise, que no me merecía soportarlo por haber sido una “zorra”, que fue él el que se aprovechó de mi situación de vulnerabilidad y del miedo que acababa de pasar. Que no lo había utilizado, que lo llamé por pura supervivencia. Que aunque fuese sexo consentido, ese chico que me salvó de una posible violación era un violador. Sí, si me estás leyendo, eres un maldito violador.



Repasando todo esto me doy cuenta de que yo podría haber sido Nagore, pues he acompañado voluntariamente a más de un depredador a su cueva. También podría haber sido C., la chica violada por cinco “buenos hijos” en Sanfermines, pues he mantenido charlas etílicas con grupos de chicos desconocidos en más de una ocasión porque uno de ellos me hacía tilín. ¿Vosotras no? Sí, yo era muy “ligona”, y un poco “cabra loca” también, y lo grave de todo esto es que todo lo que acabo de confesaros sería considerado casi como antecedentes penales por mi parte si tuviera que enfrentarme a un juicio como víctima de violación. Si yo fuera realmente C., la defensa me hubiese destrozado si conociese mi “historial”, todo esto hubiera sido utilizado en mi contra y pesaría más que las conversaciones de whatsapp de “La Manada” hablando de violar y drogar chicas, sus verdaderos antecedentes penales de robos y agresiones, y que la otra violación múltiple que llevaron a cabo y también grabaron; pues todo eso según la jurisprudencia aplicada no tiene nada que ver con la violación que está siendo juzgada en concreto, pero los hábitos sexuales y sociales de la víctima sí tienen que ver. Kafkiano pero cierto.


No me siento orgullosa de haber sido “promiscua”, no he venido a alardear de liberación sexual (eso dentro del patriarcado es una pura entelequia para cualquier mujer), ni mucho menos. Pero me niego a avergonzarme, sentirme culpable o a pedir perdón por ello. He cometido errores, sí, sobre todo de cálculo. Sinceramente, “desfollaría” si pudiese al setenta por ciento de los tíos con los que he follado, pero no por una cuestión de moral, reputación o dignidad, pues me siento tan digna como la más “casta y pura”; sino por ellos, que eran casi todos unos “mierda” que no se merecían ni un milímetro de mi piel. La cuestión es que estoy harta de que tengamos que comportarnos como la idea hegemónica de “mujer respetable” para ser respetadas. Las mujeres merecemos ser tratadas con respeto y tenemos el básico derecho a no ser violentadas por el simple hecho de ser seres humanos. No puedo evitar que me siga preocupando lo que piense mi madre, pero lo que pudieran pensar los señores del jurado o los tertulianos me tira de un pie. Y creo que es precisamente eso lo que molesta tanto, una mujer completamente liberada de la necesidad de aprobación social, que ya no busca el sello de calidad y feminidad auténtica que los demás, sobre todo si son hombres, deben ponerle. Una mujer realmente independiente de la opinión ajena parece ser más perturbadora para nuestra democracia que la independencia de Cataluña. Sí, yo era “ligona”, muy mucho, y qué, ¿Y QUÉ?